Necesitaba despertar de su pesadilla.
Aquél amargo recuerdo lo perseguía sin fin, y su voluntad, poco a poco, iba
perdiendo fuerza. En un último esfuerzo, consiguió abrir los ojos,
encontrándose en el asiento de un tren rodeado de pasajeros.
El
señor Montero, sin poder explicarse qué hacía en aquél lugar, observó por la
ventana el recorrido, si al menos había algo que le resultase familiar, pero sólo
le creó más lagunas: estaba rodeado de una oscuridad absoluta con una espesa
niebla.
-Disculpe…
–le dijo a un chico que pasaba con una caja pequeña– ¿Se puede saber dónde
estoy? ¿Hacia dónde se dirige este tren?
-No
tengo ni idea de lo que se refiere: aquí todo el mundo ha subido porque tiene
que estar. Disfrute de su viaje lo mejor que pueda, señor.
El
señor Montero se mostró más intranquilo y, sin poder quedarse quieto, intentó
localizar al maquinista para exigirle respuestas. Era curioso ver cómo nadie
parecía inmutarse ante la situación, pensando que tal vez lo habían drogado y
metido en aquél lío, jurando que lo pagarían muy caro los causantes.
Cuando
por fin localizó la cabina, se sorprendió al darse cuenta que nadie conducía el
tren, simplemente, seguía su curso sin problemas. Como un loco, el señor
Montero fue a avisar a los demás pasajeros, pero estos sólo se rieron. Una
campana sonó frenando las risas y deteniéndose el tren. Dándole gracias al
Señor, se dirigió a la salida inmediatamente, pero sólo vio más oscuridad y un
precipicio si daba un paso más. Una hermosa joven le pidió permiso mientras se
colocaba su grande sombrero negro. Su aspecto le recordó a un antiguo amor de su juventud… ¡Qué dulces recuerdos le vino y qué tristes a la vez!
-Esto,
señorita, ¿podría decirme a dónde va?
-¿Acaso
no lo sabe? –le sonrió mostrando cierto coqueteo–. Éste es el destino donde me
bajo, no sé si podrá verlo pero yo sí: es un bello campo de flores con una
acogedora cabaña en él. Allí podré realizar mis sueños con mi amado que me
espera. No hay duda, aquí es donde me bajo. Y usted, ¿en cuál lo hará?
En
cuestión de segundos, la joven se retiró y el tren se puso de nuevo en marcha. Sin
tener muchas opciones, el señor Montero, mató el tiempo conversando con cada
pasajero. Todos tenían en común anhelo e inseguridad en sus destinos.
El
tiempo pasaba, y con él, iba yéndose uno más hacia un lugar cálido de amor que
sólo ellos podían ver.
-Por
tu cara de desconcierto –habló un anciano, parando su densa lectura,
compareciéndose–, puedo ver que aún no sabes a dónde te diriges. Ya sólo
quedamos tres. Más te vale que lo pienses bien antes que el trayecto termine o
si no…
-¡¿Qué
pasará?! –se enfureció sin poder aguantar más–. Nadie me ha dicho el destino
que tengo que coger. ¡Dios! ¡Ni siquiera sé cómo he llegado aquí! Yo no he
querido esto… ¡Deseo que desaparezca de una vez!
-¿Crees
que enfadándote conseguirás algo? ¿Negar el proceso de la vida? Olvídate de tus
problemas, familia, amigos, dinero, y toma tu propia decisión. Olvida todo. Sólo
piensa dónde querrás estar para ser feliz, es mi consejo.
-¡Señor
Cano! –el niño que mantenía la caja se acercó a él–. Quería agradecerle su
grata compañía en el viaje, mi parada se aproxima.
-Es
triste saber que te vas, pequeño Santi. Y dime, ¿qué has elegido?
El
niño no respondió, sino que, levantando la tapa de la caja, salió de ella
emprendiendo el vuelo tres hadas. No había palabras para definir su estado de
felicidad y, aunque al señor Montero le costó entenderlo, el anciano se lo
explicó más tarde. Santi siempre había crecido unido a un mundo de fantasía, ajeno
a la realidad, que con el tiempo iba decepcionándole más y destruyendo todo lo
que amaba. Lo que había visto no era más que su decisión final de estar unido a
ella.
-Un
chico muy maduro, se lo digo en serio. Bueno, será mejor que me decida entre vivir
en Venecia como escritor reconocido o París con mi amada esposa. Parece difícil,
pero en verdad somos nosotros quienes hacemos de las cosas un mundo complejo.
Nunca
supo cuál fue su decisión, pero en su rostro había confianza cuando se aproximó
a la puerta y esperó el sonido de la campana para salir. Sus ojos se iluminaron
ante el paraíso que vio, abandonando el tren.
Estando
completamente solo, el señor Montero sabía que era el último pasajero pero… ¿En
dónde se pararía? No había en su mente ningún lugar en especial, siempre
buscando lo desconocido. Sí había tenido momentos felices en su vida, pero
ninguno para permanecer más tiempo del que debía. Él era como el viento libre
que viaja por doquier o el agua que fluye; un alma inquieta en continuo
devenir.
Se
preguntó, ahora que la situación era la más apropiada, sobre si alguna vez sus
decisiones afectaron a alguien. La aparición de un viejo recuerdo de juventud, una
cálida sonrisa femenina en primavera, estación que además le sensibilizaba, hizo
que su corazón palpitase deprisa. La imagen de los dos amantes debajo del árbol
besándose y corriendo por la orilla del mar entre risas, hizo que se le saltase
las lágrimas. ¿Pero acaso lloraba por retomar ese recuerdo? No. Él lloraba
porque no había un hogar estable en que quedarse. Huyó lejos en cuanto el
frenesí tomó la rutina, en cuanto supo que debía de seguir su búsqueda…
Abandonándola a ella.
¿Cuál
era el nombre de la que una vez fue su amada? No lo recordaba. Perdido en cada
primavera entre pétalos de flores, envuelto en el frenesí eterno que retomaba
sin descanso.
El
sueño se limitó siempre en quedarse unido al camino, deseando lo inalcanzable
que por voluntad propia jamás quiso alcanzar. Creía en el amor, pero sin embargo,
conseguirlo le atormentaba. El destino era lo que le daba existencia en la
vida, un motivo por el que amanecer y luchar todos los días. No esperaba ser comprendido
en su filosofía, pero sí aceptó que algunas de sus decisiones fueron egoístas y
que dañó a aquella persona tan especial.
El
tiempo pasaba y el tren seguía sin detenerse, divagando entre sus pensamientos.
Se perdió careciendo de una verdad fija en un mundo que no se podía comprender.
Las luces se apagaron y sólo sintió que existía él ante lo desconocido. El
miedo era la impotencia que se apoderaba del ser humano ante las situaciones,
cegándole de sus armas para enfrentarse. Pero esta vez era diferente… era su
final. Rezó, recurriendo por primera y última vez a la fe en consolación, hasta
que el tren, aumentando su velocidad, cayó finalmente por un precipicio. La nada
gobernó en una profunda oscuridad.
Una
voz grave le llamó. El señor Montero abrió los ojos apareciendo de nuevo en el
asiento del tren. El hombre desconocido que tenía a su lado le preguntó si
estaba bien, contándole que había estado gritando en sueños. Él contestó que simplemente
se había tratado de una pesadilla, para así dejar de llamar la atención de los
demás pasajeros.
Intentó
volver a la normalidad, observando la tranquilidad de la gente, pero, entonces,
descubrió por la ventana que seguía en el mismo lugar que al principio. A vueltas con su duda, le preguntó a una niña que pasaba junto a él con una muñeca.
-Disculpe… ¿Se puede saber dónde estoy? ¿Hacia dónde se dirige este
tren?