domingo, 30 de noviembre de 2014

Tabú de humo

La llamaban Tabú de humo. Poco se sabía de ella, misteriosa en su paso por el mundo. Silenciosa, indómita y caótica, ella era todo o nada en los comentarios de la gente que la conocían. Su historia llegó a oídas de un escritor italiano, que se encontraba viajando por esa zona, he hizo todo lo posible para acercarse a ella. Tabú de humo siempre se mantuvo distante, siendo una mujer de pocas palabras e ignorando sus cartas. Un día el escritor le dijo que se iría en tres días. El primer día antes de su marcha, ella no hizo nada. El segundo día, empezó abrir las cartas que nunca leyó. El tercer día, se presentó llamando a su puerta echándose a sus brazos. Antes de partir, él le entregó su apreciado sombrero, con el que quedaría atrapado el humo de su recuerdo.

viernes, 10 de octubre de 2014

The Pillow Book

El olor del papel blanco es como el color de la piel de un nuevo amante, 
quien llega de sorpresa a través de un jardín húmedo. 
Y la tinta negra es como el cabello laqueado. 
¿Y la pluma? Bueno, la pluma es como el instrumento del placer cuyo propósito nunca está en duda pero cuya eficiencia sorprendente siempre se olvida.

sábado, 23 de agosto de 2014

Les amants

Elle demeure au sombre lieu de leur rencontré contemplant la pleine lune transpercée d’un nuage. Tandis que son cœur batte de plus en plus fort.
 Elle soupire, angoissée, les heures qui passent. Néanmoins, soudain, il se fait jour comme si le temps n’avais point existé.
 Pour elle, il avait tout abandonné, irrévocablement; ils seraient ensemble pour toujours –ou toujours serait, peut être, le mot le plus surréaliste jamais inventé par l’être humain? 
 Les amants se regardent, l’un l’autre, en complicité, anxieux de fondre leurs peaux les rendant une seule, défiant le monde en révolte contre lui.
 Que rien n’importe plus!  Rien, sauf l’amour qui les consume déclenchant l’aube! 
 Leurs pensées commencent à se montrer aux caresses, puis aux baisers et aux morsures qui pénètrent la chair jusqu’atteindre le doux sang.
 Dans la passion qui les unit il n’y a pas de lieu ni aux moralités  ni aux tabous: ils ne sont que les maîtres de son délirant amour.
 Dans leur longue extase, ils traversent la ville entière sans être conscients de porter de bagage: tout est devenu un feu ardant.
 Ils parcourent le désert se disant des mots sincères et romanesques qui n’arrêteront jamais dans leur luxure.
 Eux, ni l’un ni l’autre ne réussissent à s’imaginer la vie sans l’autre; le manque des juteuses lèvres de l’entrée de l’éden; l’absence de sa séductrice vision du monde… 
 L’amour n’avait jamais été aussi dévastateur pour ces amants-là: aveugles, les vêtements déchirés, dévorés par les rayons du soleil et par un essaim d’insectes!

viernes, 11 de julio de 2014

Origen

Volver a las raíces, buscar en el origen el camino que estas huellas pesadas hicieron. Plantar el corazón en tierras abandonadas. Ella contará historias nacidas de su propia creación que permanecerán e historias antiguas para que la memoria nunca olvide.

domingo, 20 de abril de 2014

Mademoiselle Clé

La clé de la mélancolie

Mademoiselle Clé atrapó el corazón de su amado cuando éste decidió abandonarla, vagando por los desiertos. 
 Añorando su latir, caminando por un mundo de tinieblas, él fue a buscarla pero ella se negó volver. Entre lágrimas que formaron un río –donde los cocodrilos irían a morar más tarde– ellos dos se compadecían... Mademoiselle Clé se apoderó entonces de su corazón, guardándolo en una jaula de hielo, cuya llave le entregó marchándose lejos hasta el día en que sus vidas volvieran a cruzarse y el hielo se derritiese y puediese utilizar la llave, recuperando su corazón y su amor. 
 El fiel amado se aferró a esa llave durante años, recorriendo cada lugar donde lo haría ella, suspirando cada recuerdo de su imagen. Cada noche anhelaba verse en el reflejo de sus bellos ojos, ser el motivo de su sonrisa. 
 Siguió recorriendo el mundo, sin darse cuenta de que estaba vivía en un estado de dependencia. Hasta el día en que conoció al forastero: un extraño hombre de abrigo negro que iba cargando con una maleta en su solitario viaje. Entonces, admitió haber renunciado a la autonomía para vivir subordinado.
 Pasó un largo tiempo en que no recibió noticias de Mademoiselle Clé. Desconocer su paradero le inquietaba el alma, atormentándole la idea de que ella le hubiese olvidado. 
 Su mirada se encontraba en el vacío como el mismo estado en que se encontraba su copa vacía de vino, tras lo que seguía pidiendo para rellenar aquél círculo vicioso. Cuando una de esas noches, emborrachándose inútilmente en desamor, sacó su última moneda del bolsillo y pidió un deseo al viento: que le mostrase el camino hacia ella. Por un breve instante, pudo visualizarla cubierta de oro en brazos de otro hombre, pero ella, gloriosa esperanza, seguía conservando la jaula con su corazón. 
 Asumiendo el riesgo, decidió retomar en el mes más caluroso del año el camino hacia el lugar donde había condenado su unión: se aventuró en el desierto únicamente con la llave, resinándose a todo lo que le deparase el destino. Su mente estaba libre de dolor, absorta en cada espejismo que él mismo creaba, y se engañaba con su imagen, sus lágrimas evaporadas por el sol. 
 Finalmente, llegó a un oasis donde pudieron socorrerle de su locura. Guardó descanso durante tres días hasta que se recuperó, sintiendo cómo la tristeza cómo volvía a invadirlo devolviéndolo a la realidad. Sólo entonces, cuando decidió partir, envuelto en otro arrebato, al encuentro de su amada, se produjo una ventisca dificultando su paso. 
 La arena se le había metido en sus ojos y casi no podía distinguir bien los objetos y personas que corrían resguardándose de las inclemencias del tiempo. Pero su voluntad era suficientemente fuerte para continuar la lucha, incluso si tenía que enfrentarse contra mil demonios del desierto. 
 La ventisca finalizó dejándole exhausto, permitiéndole observar cómo una mujer que se acercaba hacia él, meciéndose sus ropajes formados por velos, hasta pararse a unos diez pasos. Él no necesitó seguir mirándola más al ver la jaula de metal que sostenía en su mano, la jaula que encerraba su anhelado corazón cautivo. Las lágrimas resbalaron por su rostro, limpiando la arena de sus ojos en su total visión de Mademoiselle Clé. El silencio perduró entre ambos mientras sus miradas seguían fijadas en el otro. Él continuaba sujetando con fuerza aquella llave que le había acompañado en su espera... Sin embargo, el rostro de Mademoiselle Clé se había vuelto indescifrable.
      
L'étranger

El rumbo de su decisión le había llevado hasta ese lugar apartado de todos, contemplando las olas que se movían agitadas por el viento, recorriéndole una sensación de extrañeza. 
 Sacó de su maleta bolígrafo y cuaderno, donde escribió, de forma automática, las frases que fueron formando una historia. 
 Se dio cuenta de que era la de aquél hombre, con el que sus caminos se habían cruzado tan sólo una vez, aquél hombre que vivía apegado a una llave. 
 Hizo una pausa pensando en el pobre infeliz. Entonces, recordó lo que oyó una vez por los alrededores sobre una mujer, cuya descripción coincidía con la que el hombre le había dado, a la que habían visto caminar por el oeste del desierto cargando una jaula que encerraba un corazón.
 Los rumores apuntaban a que había huido de tierras lejanas el mismo día de su matrimonio con un marqués. Nadie conocía los motivos, y la mujer era un ser tan impenetrable que encontró fácilmente la forma de abrirse paso en aquel lugar hostil.
 El forastero se hizo innumerables preguntas sobre si ambos amados habían podido encontrarse, retomarse… Pero eso nunca lo sabría. Sólo tenía hojas para escribir historias en las que podría dar respuesta  a su pregunta, pues era un pequeño dios en la creación, aunque nunca hallaría el verdadero final que le satisficiera. Poco a poco, llegó a la conclusión de que su historia ni siquiera merecía ser contada por aquellos enredosos amantes. Así que decidió tirar su escrito al mar, donde se perdería deshaciéndose su existencia. 
 ¡Forastero, forastero!… ¿Acaso subestimas el poder del escritor? ¿No fui yo la que te dio vida, tu más que pequeño dios? Tú búsqueda insaciable siguió, y la historia escrita quedó.    

jueves, 6 de marzo de 2014

Las cenizas de Aharnish

No tengo miedo… 
Se repetía en la cabeza Aharnish mientras observaba desde su escondite el terreno por donde quería proseguir su camino, temblándole aún el cuerpo con las imágenes del asalto de su tribu. El sudor de la frente resbalaba de la tensión agonizando más por la calor encontrándose indeciso. Escuchaba su intensa respiración cada vez más agitada, sabiendo que tenía que actuar, moverse de una vez. De nuevo el doloroso recuerdo de su querida Naisha degollada delante de sus ojos sin que le diese tiempo a salvarla mientras corría a su encuentro; nada podía hacer ya salvo huir de la masacre de su hogar ahogando el grito de su llanto.      
¡No tengo miedo!  
Antes de que se diese cuenta, se había levantado y estaba cruzando el terreno sin detenerse. Sólo pensaba en llegar a su destino, regresar a la tribu después de un día desde el asalto. Finalmente, llegó al sitio que una vez fue su hogar irreconocible por las cenizas. Los buitres merodeaban por los alrededores comiéndose los cuerpos de los muertos. Intentó localizar el de Naisha pero era difícil reconocer muchos de ellos desfigurados. 
Siguió caminando sin encontrar señal de ningún superviviente, hasta que un aullido le sobresaltó. Entonces vio al lobo gris del venerable Mahavir bajar una cuesta hacia él. Dio un par de vueltas a su alrededor y corrió por el oeste donde Aharnish le siguió. El viaje duró un tiempo, atravesando incluso el bosque cercano. Justo cuando iba a quedarse sin aliento, el lobo se detuvo en un manantial. Allí estaba metido en el agua el venerable Mahavir, meditando en posición firme y con los ojos cerrados. Aharnish sonrió de encontrarle vivo mientras su lobo descansaba tumbándose sobre la hierba fresa, sin dejar de mantener la guardia en sus brillantes ojos. El venerable le percibió, devolviéndole la sonrisa, y entre tantas preguntas y tristeza Aharnish sólo pudo decir, casi sin voz:
-¿Qué nos queda?
-Mucho que construir –respondió con grandeza. 
Él no podía entenderle: su tribu, el hogar de toda su vida, había sido destruido; su amada asesinada, junto a más de sus seres queridos, nada le quedaba en el consuelo de unas simples palabras. Sentía furia por vengarse, calmar la pérdida que le suponía la vida ahora sin sentido por todo lo que había sido feliz y luchado. Cerró los puños con fuerza mientras el venerable Mahavir salía del agua paulatinamente. 
-El agua del manantial te vendrá bien para relajarte, limpiar las heridas que tienes…
-¡Basta! ¿Cómo puede decir eso ante lo ocurrido? –el lobo gruñó por el tono elevado que empleó pero su amo lo tranquilizó controlando la situación. 
-Es lo que siempre nos queda para avanzar en la vida. El hombre no puede durar mucho tiempo consumido por el dolor y la melancolía, aprende de ella, del pasado que le causó ese estado para así progresar en el futuro.  Por eso, hijo mío, no te diré que olvides el infortunio ocurrido en nuestra tribu, porque de él aprenderemos, seremos fuertes construyendo en la tierra muerta otra nueva donde florecerá nuevas cosas. Tenemos una meta que alcanzar, una que nos dará existencia. ¿No ves que sobre la nada sólo queda construir? 
-Yo nunca olvidaré el pasado… 
-No hace falta que lo hagas, pero recuerda que tienes que saber controlarlo, aprender de él, pisar en la misma huella para crear el camino correcto donde te orientas en el presente y marcará tu futuro. 
-Supongo que necesito aún un poco más de tiempo para aceptarlo. 
El anciano asintió la cabeza y dio unos pasos por delante de él, se agachó para coger de la tierra unas cuantas piedras pequeñas y ordenó seguidamente que le siguiera. Aharnish estaba cansado, seguía incluso enojado en el fondo con el venerable, pero en su corazón sabía que sus palabras eran sabias, la mejor opción que podía hacer. Se puso entonces en su lugar y comprendió que también para él tenía que ser difícil: había perdido a su familia, pero ahí estaba canalizándolo todo. Admiró la fortaleza de su espíritu, fruto del regalo de los dioses con los años, esperando alcanzarlo igual de bien que él cuando llegase el día.
Subieron por una larga cuesta hasta llegar a la cima donde Aharnish vio, bastante sobrecogido, tres tumbas construidas con tierra. El venerable Mahavir repartió las piedras en cada una de ellas mientras hablaba:
-He aquí las tumbas donde descansan mi hermano de sangre, mi nieta Induma y… –se detuvo por unos instantes poniendo la última piedra en la tumba – Naisha, a la que pude encontrar y darle un entierro digno para que su alma descansase en paz. Quería que lo vieses con tus propios ojos y que la energía emergiese de tu cuerpo dándote fuerzas y esperanza.
-¿Esperanza? –el anciano se acercó a él y, sacándose de su bolsillo algo, se lo entregó en la mano. Aharnish comprobó que se trataba del collar de plumas de Naisha. 
-Esperanza –dijo de nuevo con seguridad–. Ellos han vuelto al lugar donde pertenecen, pero tú aún estás aquí, puedes hacer aún cosas asombrosas valorando el contraste de la vida y la muerte. Puedo ver la llama que desprende tu alma, Aharnish, es poderosa. Haz que esté siempre ardiendo contigo para cumplir tu misión. La esperanza, por poco que sea, abre la posibilidad a la motivación de un mañana. Ahora debemos de continuar, presiento que encontraremos a más personas de nuestra tribu al norte. 
Su espíritu había quedado de alguna forma en paz con sus palabras, y el collar de su amada le daba fuerzas para emprender con Mahavir y su lobo el viaje, atravesando tierras de cenizas grabadas en su memoria.   

viernes, 28 de febrero de 2014

El origen de los cuentos

Mireia contemplaba la luna llena desde la ventana. Perdida en su mundo, oyó que su nieta la llamaba a regañadientes. La pequeña estaba harta de escuchar todas las noches los mismos cuentos clásicos. Notando su desinterés, para despertar su curiosidad, comenzó la historia de manera distinta y especial mientras seguía con sus ancianas manos apretando su extraño colgante.

Había una vez una niña que se llamaba Claudia. Cada vez que se mudaba de hogar con su familia, abandonaba todo lo que antes había conocido y querido.  El día que llegó a su nueva casa, se fue directa a jugar al jardín. Entre los arbustos, observó al poco tiempo, que había un niño en la casa de al lado, rodeado de muchos libros. Curiosa, se acercó a él, presentándose.
 -Hola, me llamo Claudia y ¿tú?
 -Encantado –le dijo sonriendo–. Soy Edgar y estos son mis amigos. Disculpa que ahora sean un poco tímidos. Con el ruido no pueden hablar.
 -¿Los libros esos hablan? ¿Desde cuándo es... posible?
 -¿Alguna vez lo has intentado? –Claudia se quedó pensativa, negándolo con la cabeza.
 -Si vienes más tarde podré demostrártelo. Será divertido, ¡créeme!
 A Claudia, le pareció simpático. Y deseando ser su nueva amiga, se acercó recordando sus palabras “si vienes más tarde podré demostrártelo”. Así fue, llamó a la puerta dando golpecitos. Pero la recibió un hombre con rostro muy serio. Tímidamente le preguntó por su nuevo amigo, que tuvo la suerte de venir muy contento de verla e invitándola a comer tarta de chocolate. Cuando no quedaba más en el plato, recordando el motivo de su visita, le mostró en su habitación un gran libro lleno de cuentos. Al parecer, vivía solo con su padre. Un bibliotecario que almacenaba montañas de libros. Edgar le dijo a Claudia -pon el oído aquí. Ella lo apoyó lentamente en la portada y centrándose en el silencio, pudo escuchar que alguien narraba una historia. Sorprendida, le dio la razón. Estuvieron horas sin separar sus orejas de aquellos cuentos mágicos.
 Conforme pasaban los días, los dos se convirtieron en inseparables amigos. Claudia acudía cada tarde a escuchar las maravillosas historias. Hasta que un día sin avisar, Edgar comprobó que los libros dejaron de hablar. Edgar no sabía por qué. Era la primera vez que pasaba. Triste y esperando a que se solucionase el problema, salió abatida de su hogar dudando de si volvería a disfrutar con su amigo de aquellos momentos mágicos.
 Al día siguiente, Claudia le visitó. Pero fue su padre quien le atendió en su ausencia. Mostrándose más sociable de lo normal, la invitó a conocer su biblioteca. Guiada por él, fue al lugar donde un libro se mantenía de pie solo. Al cogerlo, examinó que la portada tenía una piedra incrustada.
 -¿Te has preguntado de dónde pueden venir los cuentos, Claudia? La respuesta está aquí, en éste. La fuente de toda imaginación, la voz que se expande a nuestro mundo. Observa la piedra de su centro, antes era espléndidamente hermosa, llena de magia, pero se ha consumido con el tiempo –la niña cada vez iba asustándose más, cuando los ojos de él la miraron con malicia–. Necesita una nueva esencia joven para seguir produciendo y, tú pequeña, al igual que los otros niños que lo hicieron, la mantendrá activa hasta el día de tu muerte. ¡Ven!
 Claudia gritó mientras el hombre la obligaba a tocar la piedra. Iba sintiendo en sus dedos, cómo iba atrapándola poco a poco, su poder. Entonces, Edgar apareció, intentando detener a su padre.
 El joven se armó de valor impidiéndole continuar y, mostrándole el profundo afecto que sentía por ella, tocó la piedra. Una luz deslumbrante les cegó por un momento, cuando se apagó la luz, Edgar había desaparecido. Su padre observó afligido la reluciente piedra azul, cargada de nuevo de magia. Lamentando la pérdida de su hijo, y olvidándose de contribuir más en el mundo de los cuentos, abandonó la biblioteca. Claudia abrazó el libro, dándole las gracias de corazón y pudiendo escuchar su voz desde aquel mundo de fantasía.
 El padre de Edgar abandonó la ciudad y nunca más se supo de él. Dejando en el olvido los libros, Claudia se encargó desde aquél día en conservarlos y difundirlos con el tiempo pues, a pesar de guardar un gran dolor en su pasado, no dejaría que sus historias fuesen en vano como el sacrificio de su querido amigo.

Finalizó el cuento Mireia, contemplando a su nieta dormida plácidamente. Cansada y doliéndole todos los huesos por la vejez, se sentó en la mecedora del salón viendo desde la ventana la profunda noche sin estrellas pensando en sus recuerdos. Apartando la mano de su colgante, observó su color azul perecer.  
 Supongo que a partir de ahora el mundo deberá de inventar sus propios cuentos con esfuerzo. Me alegra saber que a los dos nos llega la misma hora, Edgar.
 Y cerrando los ojos, Mireia, no los volvió a abrir nunca más.

sábado, 22 de febrero de 2014

Polvo de estrellas

"En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra."

Gabriel García Márquez, Cien años de soledad

Amaneció despertando plácidamente a su lado. Hombre y mujer se encontraban desnudos atrapados en su propio santuario en aquella casa vieja de madera, donde el ruido reconfortante del mar se oía a cada instante ofreciéndoles una cautivante melodía.
 Los dedos de ella se deslizaron por su piel, tan suave y cálida, contemplándolo aún en el sueño profundo. Cuando llegó a su torso, recordó con pasión la frase que le había escrito por la noche, mordiéndose los labios mientras la leía para sí.        

Le arranca la piel y salen estrellas,
imposibles de atrapar,
perdida en su contemplación fugaz.

Los suspiros escaparon de su boca, acariciándole el cabello, besando su cuerpo que desprendía una fragancia salada; imaginando un sinfín de cosas por hacer, perdida en su visión... ¿Sentiría lo mismo él por ella cuando despertara? Pero de repente, una extraña y escalofriante sensación le recorrió todo su ser. Diversas imágenes aparecieron en su mente como piezas desordenadas de un puzzle, produciéndole agitación y confusión. No era la primera vez que le había pasado, sin saber cómo explicar lo que le ocurría escapando de su alcance. Era un poder, una llamada, que estaba en ella como una vez le contó su abuela que les ocurría a las mujeres de una personalidad altamente sensibles de su sangre. Poco a poco descifró los acontecimientos encajando todas las piezas, dando una forma establecida, clavándose algunas como espadas afiladas en su cuerpo. Le miró a él y entonces supo con ojos tristes que algo había cambiado. 
 Se levantó de la cama vistiéndose con el vestido blanco con el que había venido únicamente. Su corazón palpitaba acelerado mientras llevaba a cabo sus actos con dificultad. Abrió la puerta, y por última vez, le miró con una lágrima resbalándose por la cara. 
 Cuando la cerró, dio unos pasos, y pudo escuchar como la madera vieja de la casa empezó a derrumbarse, sobrecogiéndola sin mirar atrás. Pensó en lo primero que se le vino para no centrarse en el dolor de su decisión, dando lugar a unas palabras de Buenaventura Durruti.   
   
A nosotros no nos dan miedo las ruinas, 
porque llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones. 
Ese mundo está creciendo en este instante. 

Ella anduvo descalza por la solitaria playa, abandonando aquella casa de ruinas con él, desvaneciéndose sus recuerdos y lo que nunca sería porque nunca fue. Luego corrió lejos, muy lejos. 


"Macondo era ya un pavoroso remolino de polvo y escombros centrifugado por la cólera del huracán bíblico, cuando Aureliano saltó once páginas para no perder el tiempo en hechos demasiado conocidos, y empezó a descifrar el instante que estaba viviendo, descifrándolo a medida que lo vivía, profetizándose a sí mismo en el acto de descifrar la última página de los pergaminos, como si se estuviera viendo en un espejo hablado. Entonces dio otro salto para anticiparse a las predicciones y averiguar la fecha y las circunstancias de su muerte. Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra." 

miércoles, 19 de febrero de 2014

La náusea (Jean-Paul Sartre)

Permanecimos un momento silenciosos. Cae la noche; distingo apenas la mancha pálida de su rostro. Su vestido negro se confunde con la sombra que invade la habitación. Maquinalmente tomo la taza donde queda todavía un poco de té y la llevo a los labios. El té está frío. Tengo ganas de fumar, pero no me atrevo. Siento la impresión penosa de que no tenemos más nada que decirnos. Todavía ayer pensaba hacerle tantas preguntas: ¿dónde había estado, qué había hecho, a quién había conocido? Pero esto me interesaba sólo en la medida en que Anny se hubiera entregado con toda el alma. Ahora perdí la curiosidad: todos los países, todas las ciudades por donde ha pasado, todos los hombres que le han hecho la corte y que quizá ella ha amado, todo eso no importa, todo eso le es en el fondo tan indiferente: pequeños destellos de sol en la superficie de un mar oscuro y frío. Anny está frente a mí, hacía cuatro años que no nos veíamos, y no tenemos nada más que decirnos. 
—Ahora —dice Anny de golpe— debes marcharte. Espero a alguien. 
—¿Esperas?... 
—No, espero a un alemán, un pintor. 
Se echa a reír. Esa risa suena extrañamente en la habitación oscura. 
—Mira, ahí tienes a uno que no es como nosotros, todavía. Obra, se gasta. 
Me levanto de mala gana. 
—¿Cuándo volveré a verte? 
—No sé, salgo mañana a la noche para Londres. 
—¿Por Dieppe? 
—Sí, y creo que después iré a Egipto. Quizá pasaré por París el próximo invierno; te escribiré. 
—Mañana estoy libre todo el día —le digo tímidamente. 
—Sí, pero yo tengo mucho que hacer —responde con voz seca—. No, no puedo verte. Te escribiré desde Egipto. Sólo tienes que darme tu dirección. 
—Es ésta. 
Garabateo mi dirección en la penumbra, en un trozo de sobre. Tendré que avisar en el hotel Printania que me envíen las cartas, cuando me vaya de Bouville. En el fondo, sé que no escribirá. Tal vez la veré dentro de diez años. Tal vez sea la última vez que la veo. No estoy simplemente abrumado porque la dejo; tengo un miedo horrible de volver a mi soledad. 
Anny se levanta; en la puerta me besa ligeramente en la boca. 
—Para acordarme de tus labios —dice sonriendo—. Tengo que rejuvenecer mis recuerdos para mis “Ejercicios espirituales”. 
La tomo del brazo y la acerco a mí. No resiste, pero dice que no con la cabeza. 
—No. Ya no hay interés. No es posible empezar de nuevo... Y además, para lo que se puede hacer con la gente, el primer recién llegado un poco buen mozo vale tanto como tú. 
—Pero entonces, ¿qué vas a hacer? 
—Ya te lo he dicho, voy a Inglaterra. 
—No, quiero decir... 
—¡Bueno, nada! 
No he soltado sus brazos, le digo dulcemente:
—Y tengo que dejarte después de haberte encontrado. 
Ahora distingo claramente su rostro. De pronto se pone pálido y descompuesto. Un rostro de vieja, absolutamente horrible; estoy bien seguro de que no lo ha buscado; está ahí, sin que lo sepa, acaso a pesar suyo. 
—No —dice lentamente—, no. No me has encontrado. 
Desprende sus brazos. Abre la puerta. El corredor está bañado de luz. 
Anny se echa a reír. 
—¡Pobre! No tiene suerte. La primera vez que interpreta bien su papel, nadie se lo agradece. Vamos, vete. 
Oigo cerrarse la puerta a mis espaldas. 

sábado, 4 de enero de 2014

El hombre de hielo

Sus manos acariciaban un rostro firme y frío que frenaba sus sentimientos. El reflejo de sus ojos era los de un desconocido que hacía que se sintiera insegura de sus actos. Había transcurrido un tiempo difícil donde se habían perdido el uno al otro, donde habían dejado de soñar encerrando cada uno los recuerdos bajo llave. Ella sacó la suya para recuperarlos. Él prefirió esperar. Las gotas de lluvia resbalan por su cara, observándole en busca de alguna señal, ¿sería el agua capaz de penetrar su alma y apagar definitivamente su fuego por él? Sólo tenía esa noche para averiguarlo, y él aún permaneciendo en silencio, cediéndole a ella el honor de dar paso a sus palabras… liberación oculta para que sangrase ella primero todo lo que habían vivido y guardaban.
  Finalmente, quedó dicho. ¿Por qué entonces seguía habiendo tristeza después de que todo quedase arreglado? ¿Arreglado? No. Ella era otra parte igual de rota que él, pero decidida a recomponer lo que una vez fue y era, si no era un juego para él, pues entonces les consumirían en un perverso e excitante juego sin límites hasta que sólo uno quedase con lágrimas en los ojos sosteniendo el cuerpo de su amante muerto. Abandonó dicho pensamiento, deseándole como siempre había sido y entregándose… pero seguía teniendo al hombre de hielo.