Era de noche y reinaba el
silencio en el castillo de Remmington, cuando de pronto, el estruendo de los
caballos anunciaron la llegada del rey y sus guerreros. Ansiosa por ver a su
marido, la reina Matilde, se asomó al balcón orgullosa de su victoria contra el
país vecino. El rey Godric la recibió en el salón con los brazos abierto,
secando sus lágrimas de anhelo y anunciando un banquete de celebración. Pero
detrás de toda la gente, arrimada a la pared, estaba Ariadna, la curandera del
castillo que le miraba con una sonrisa, feliz de su vuelta.
Durante el banquete, los bufones entretenían con su espectáculo
y el vino abundaba en cada copa vacía. Godric empezó a cansarse de los lujos de
la fiesta y puso su atención en Ariadna, quien llevaba su vestido favorito
carmesí, marcando sus perfectas proporciones de mujer. Divagó en su mente todo
el rato, sin prestar interés ninguno en la mano que le cogía su esposa, deseoso
de poder salir de su prisión dorada. En un momento, Ariadna se percató de su
mirada, y la complicidad surgió entre ellos. Haciendo un ademán al compañero de
su izquierda, se retiró de la mesa. Sin perderla de vista, Godric, se levantó
disimuladamente y fue tras ella.
Notaba su perfume por los pasillos, aturdiéndolo por segundos
pero centrándose en su busca. Era como una caza volviendo al estado más salvaje
que hubiese sido el hombre. Finalmente, la encontró en el balcón que daba al
patio de los rosales, estando la luna llena que iluminaba su silueta. Se
acercó, acarició su suave rostro y, dejándose seducir por sus voluptuosos
labios, se entregó a ellos en un arrebato de pasión.
-Temía por vuestra vida cuando os fuisteis –le dijo susurrándole
mientras él besaba su cuello–. Pensar que no volvería a veros nunca más me
inundaba de melancolía y desespero...
-Pero he vuelto y estoy aquí contigo –la consoló con tiernos
gestos–. Ariadna… No había noche que no te extrañase mi corazón y olvidase
todas esas noches mágicas que pasábamos juntos. Ten fe en mí.
-Las miradas frías de los habitantes del castillo cada vez me
molestan más y más. Desconfían de mi labor aquí oyéndoles murmurar que soy una
sierva del demonio… Una bruja… Yo tan sólo… –los besos de Godric bajaron a su
escote donde permaneció en sus pechos, ardiendo de deseo por ella
distrayéndola– Yo tan sólo cumplo mi función de curandera en gratitud a que me
acogisteis cuando quedé huérfana… Hace un año ya.
-Y en ese año me has servido muy bien. Tu poder hace maravillas
independientemente de lo que digan los demás. No sé cómo expresarte la alegría
que siento al tenerte en mi vida.
-Creedme que la siento, sin embargo, me consumo en la sombra
cuando me abandonáis... ¿He de estar siempre así?
Godric paró y observó sus afligidos ojos. Sabía el peso que
contenía su corazón en su ausencia, pero era difícil para él tomar una solución
por su situación de rey. Ojalá pudiera olvidarla o simplemente haberla tenido
como una amante más, pero con ella descubrió el verdadero amor en todo su
esplendor y nunca se desharía de su tesoro tan apreciado. Viviría continuamente
los riesgos con tal de tenerla a su lado. Sin palabras que encontrase para
calmarla, dejó que su cuerpo tomase el control llevándola a uno de los
aposentos más cercano donde, seguramente, al alba tendría que irse hasta el
próximo encuentro.
Las compras de la reina Matilde eran de lo más agotadoras para su doncella y Ariadna. Los gustos que tenía eran de lo más estricto y caprichoso que se podía encontrar en la ciudad. Pasando por el puesto de accesorios femeninos, le atrajo la atención un collar de perlas negras, que según le informó el vendedor, procedía de un continente extranjero y eran poco común llegándole a su mano sólo dos modelos.
-¡Tú! Ven… –le ordenó a Ariadna, colocándole el collar a su
gusto y contemplarlo detenidamente– Parece que me quedará bien. Lo luciré para
mi esposo con mucho gusto. Puedes quitártelo ya antes que le pase algo, rápido.
Una vez de regreso al castillo, fue a cambiarse de ropa y
ponerse ansiosa el collar. No tardó en verse en el espejo cuando de pronto, la
alegría que tenía, se desvaneció al notar la comparación con la joven
curandera. Matilde estaba sintiéndose cada vez más mayor, al igual que su
esposo, pero con la diferencia que ella tenía que seguir conservando su belleza
para su aceptación. Ni siquiera aún le había dado un heredero después de tantos
años y, posiblemente, el reino pasase algún pariente tras su muerte. Ante tal
depresión, se acostó en la cama queriendo olvidar que existía el tiempo y
despertar como el primer día que amaneció de su boda: joven, radiante y con
muchas ilusiones en la vida.
Necesitaba alejarse de
ellos; de aquél ambiente que la miraba con ojos fríos. Nerviosa, Ariadna,
sujetaba la cesta con las hierbas que necesitaba para sus remedios. Llegó a la
cocina, librándose de su tormento, para prepararse una de sus bebidas que
prevenía quedarse en estado. La receta provenía de su familia y era muy
efectiva tomándola la fecha indicada. Ariadna la conoció hace tres años, pero
no la había preparado nunca hasta su llegada al castillo. Se sentía segura
tomándola y así poder ocuparse de sus asuntos sin ninguna complicación. Fue a
coger uno de los ingredientes, cuando se dio cuenta que le faltaba una de las
hierbas. Sabiendo que tenía que regresar al bosque, buscó enojada su capa y
marchó antes que el sol desapareciera.
Localizar cualquier planta, no era una tarea sencilla. Requería
mucha concentración y Ariadna se encontraba demasiado cansada para tener los
sentidos puestos. Dándose un descanso, fue a refrescarse al manantial. Se mojó
la cara y masajeó sus muñecas cuando un ruido la asustó de un animal.
Alejándose del peligro, huyó por el bosque sin parar. De repente, un caballo la
sorprendió, interrumpiéndole el paso, dándose cuenta que a lomos de él estaba
Godric.
-Mi señor, me había asustado con un…
-Tranquila, Ariadna. Era yo que estaba de caza dándole muerte a
aquella bestia –el corazón pareció volver a palpitarle normal–. No esperaba
encontrarte por aquí a estas horas.
-Quería venir a dar un pequeño paseo antes de la cena.
-¿Sola? Bueno, eso podemos solucionarlo –dijo atrapando uno de
sus mechones negros, poniéndoselo detrás de la oreja y dándole un suave beso.
-¡No! Ahora… quiero marcharme a casa.
Sin ninguna explicación más, adelantó el paso hacia el castillo,
dejando a Godric estupefacto por su reacción. Llegando a sus aposentos, se
cruzó con la reina Matilde y la doncella, sujetando una preciosa tela de color
azul, posiblemente para hacer un vestido.
-Ariadna… ¿Por qué estás pálida? –le preguntó la reina.
Su voz emitió con bajo tono un nada y luego se retiró corriendo hacia el patio de los rosales,
conteniendo las lágrimas de su angustia. Allí, explotó el silencio que la
mataba, pagándolo con las rosas a arañazos mientras se clavaba las espinas. El
dolor que sentía su corazón, por amar en secreto a Godric, estaba acabando con
ella. Ver a aquella mujer le hervía la sangre, celosa de andar siempre en la
oscuridad mientras ella danzaba en la luz cerca de él. Cuando sus manos
pararon, abatidas llenas de heridas, observó la obra que había hecho, no
sintiéndose orgullosa de ello, y fue a curarse antes de la hora de la cena.
En ningún momento de la cena miró a Godric, sabiendo lo enojado
que podría estar no gozar de su pequeña satisfacción. Presentándose de repente
en el acto, el conde Leofric fue el centro de atención de los invitados,
armando gran alboroto sus perros sueltos. Era conocido por su carácter
antipático, vanidoso y humor negro en la capital del reino. Muchos lo
rechazaban pero toleraban por su cargo. Haciendo un gesto desagradable,
percatándose de la incomodidad del silencio, rompió en un grito:
-¿Qué pasa? ¿Es que es demasiado tarde para unirse a la fiesta?
Y sin nada más que decir, tomó asiento al lado de Ariadna cuando
uno de los que estaba con ella se retiró para ofrecérselo. Maldiciendo su
compañía, tuvo que soportar el tener al conde comiendo como un salvaje el plato
de carne, resultándole vomitivo a veces cuando hablaba con la boca llena. Quiso
pensar en otra cosa para olvidarse y fue entonces cuando decidió mirar a
Godric, quien se volvía a servir otra copa de vino y luego otra. En ningún
momento volvió su mirada, obsesionado y ciego en la bebida. Sintiéndose
incómoda, se levantó pero el conde Leofric le cogió del brazo impidiéndoselo
hasta que terminarse, pues quería seguir disfrutando de su grata compañía.
Abandonando todo el mundo la mesa, Ariadna,
por fin pudo descansar en su cama. Pero su tranquilidad duró poco al llamar a
la puerta unos fuertes golpes. Al abrir, entró en la habitación un Godric
ebrio, que viendo el ruido que hacía, cerró la puerta y le pidió que guardase
silencio.
-¿No te da vergüenza mandar callar a tu rey? Hoy… Me has puesto
muy triste. No sé qué ha podido pasar entre nosotros, pero he temido perderte
para siempre.
-Por favor, mi rey. Hablad más bajo.
-¿Te estás oyendo?... Sí, silencio es la realidad que nos
gobierna y también oscuridad, como la de este cuarto, como la de todos los
lugares en que te hago el amor que nos aprisionan como dos condenados. Yo…
–Godric reposó su cuerpo tambaleante en una silla mientras sacaba de su
bolsillo un objeto envuelto–. Quería darte esto. Lo compré recordándome mucho a
ti, en lo hermosa que estarías luciéndolo y… En fin, toma.
Ariadna cogió el regalo y lo desenvolvió viendo que se trataba
del otro modelo de collar de perlas negras que se compró la reina. Rió ante la
coincidencia y agradeció su detalle. Godric se acercó a ella abrazándola fuertemente.
-Las palabras que te voy a decir ahora, Ariadna, salen de lo más
profundo de mi corazón: quiero que estemos juntos sin escondernos nunca más. He
meditado sobre esto, y me iré muy lejos contigo sin importar las consecuencias.
Abandonaré mi puesto de rey para cruzar el mismo infierno si hace falta con tal
de permanecer a tu lado –dos lágrimas resbalaron por su mejilla ante su
declaración–. No volverás a sufrir por mi egoísmo, mi amor. Te quiero tanto…
-Godric… Yo también lo deseo. Os amo con todo mi corazón, y
cruzaré cielo y tierra si hace falta con tal de estar juntos.
Ambos se besaron sin poder contenerse ante la idea, devorados
por su pasión, desgarrándose la ropa que un poco más y la piel también.
Acaricias, besos, mordiscos, dominación, sumisión… todo un manjar de
experiencias sexuales que los consumían pero renacían después, como el ave
Fénix, insaciables de la idolatría mutua. La noche fue eterna de amor.
El conde Leofric amaneció
con resaca al día siguiente, encontrándose en la cocina, rodeado de barriles de
cerveza. Por primera vez reconoció el apestoso olor que desprendía y fue
directo a buscar una de las sirvientas para que le preparasen un baño. Por el
camino, se detuvo al ver al rey Godric salir de una de las habitaciones, escondiéndose
antes que lo percibiera. Sorprendiéndole tal conducta, sospechando de qué
podría tratarse, examinó con cuidado quien se hallaba en aquella habitación. Entró
de puntillas, como una sombra indeseable, adentrándose en el secreto que
guardaba. Entonces, observando a la persona que dormía en la cama, retiró las
sábanas con delicadeza para averiguar que se trataba de la curandera. Su
perfecto cuerpo desnudo reposaba plácidamente allí de sus esfuerzos amatorios,
anhelando poder poseer a aquella ninfa que era la alegoría de la gracia y la
belleza. Numerosas opciones pasaron por su cabeza, pero Leofric decidió elegir
la más prudente.
Los hombres se reunieron en la sala del trono, llegando como
siempre él el último: no soportaba esperar a nadie malgastando su tiempo. Esta
vez, miraba al rey Godric con ojos diferentes, sabiendo el arma que tenía en su
poder para llevar a cabo sus planes. Ignorando tres o cuatro temas aburridos,
llegó el momento que deseaba cuando tocó el reparto de propiedades del reino
vencido.
-Si me lo permite, su majestad –intervino cortando las palabras
del rey–, como gobernador de mi comarca
exijo esta vez tener el tanto por ciento que ningún otro. He de recordar que la
última vez no fue un reparto justo. Lleva bastante tiempo gozando de una parte
de mis hombres y suministros para el combate.
-¿Desde
cuándo a ti te interesa lo que es justo, Leofric? –le dijo en su defensa–. No vas
a tener más ganancias que un duque ni menos que un obispo. Todo será repartido
según el orden social establecido. Recordad que estáis aquí para servirme.
Leofric
no se mantuvo ante las palabras del rey y, acercándose poco a poco, creando
desconcierto entre los presentes, le susurró:
-Puede
que las cosas cambien muy pronto. Extraer tan sólo una pieza de la torre puede
hacer que se derrumbe para siempre. Piénselo muy bien, su majestad.
Con
una maliciosa sonrisa, se retiró de la sala sin que nadie dijese nada. La
información que tenía era poder suficiente para someterle a su voluntad. Ya era
hora de dejar las miserables ganancias de la guerra y recibir el oro que se
merecía. Iba ideándolo todo, cuando de repente, Godric, apareció atacándole por
sorpresa. Alzando su espada, recibió en un movimiento rápido un corte en la
cara, dejándole apenas ver por un ojo.
-¡Maldito
seas tú y tu puta!
-Así
aprenderás a respetar a tu rey. Esta noche abandonarás el castillo y jamás
volverás a pisar un pie en las tierras de Remmington.
Odio.
Leofric deseaba su desgracia por encima de todas las cosas. El respeto que le ordenaba
mantener había desaparecido, formando una tormenta de furia cada vez que veía
su sangre derramándose de la cara. Juró que tomaría represalias sobre él de la
manera más cruel que conocía. Ahora no tenía nada que perder.
De niña siempre le había gustado las
rosas, pero sólo aquellas cuyo color rojo era semejante a la sangre, tan
brillante como el inicio del deseo. Sin embargo, Matilde ahora no podía sentir
lo mismo, había cambiado, y ese cambio la asustaba, tanto, que no podía mirar a
una rosa de igual belleza y acababa cortándolas.
-Mi
reina –ella se sorprendió cuando vio a Leofric en el jardín, con una espantosa
herida cosida en la cara. Aquél hombre ya daba miedo tratarlo como para que
ahora tuviera una cicatriz–. Siento interrumpirla en su… tarea.
-¿Qué
es lo que quieres? Me gustaría estar sola.
-Es
sobre el rey, su esposo –cogió una de las rosas cortadas y empezó a arrancarle
los pétalos mientras esperaba su reacción.
-¿Y
bien? ¿Desde cuándo vienes tan interesado para hablarme de él así?
-La
engaña. Y no se trata de una aventura pasajera… Puede que esté enamorado.
Matilde
observó a Leofric sin poder aceptar sus palabras, pero en el fondo de su ser,
sabía que su esposo había perdido el interés de ella hace tiempo. Si tenía un
romance oculto era del todo creíble, pero llegar hasta aquél punto… ¿Podía
aceptarlo?
-No
puedo creer en tus palabras. El rey nunca sería tan estúpido para dejarse
descubrir.
-Al
menos que el amor le haga estúpido y débil.
-Dime…
–ya no sabía qué creer ante el desconcierto–. ¿Quién es ella?
-Joven
y bella como las rosas de este jardín, una melena negra como el carbón, y ojos
oscuros que encierran el secreto. Nadie negaría que trabaja para el mismo
Diablo y que con sus brujerías ha conquistado el corazón del rey. Si me
permite, mi reina, dejaré de molestarla, pero si busca la verdad y desea despertar
de esta mentira, llámeme y juntos lograremos poner fin.
Matilde
no logró tener su mente tranquila ni un instante. Todo el entorno parecía
asfixiante, quería escapar pero no sabía a dónde. El cuento feliz en el que
siempre había creído se desmoronaba, y los restos de las ruinas reclamaban su
venganza. Tenía bastantes sospechas de quién era la amante de su esposo;
aquella joven misteriosa que habían acogido en el castillo hace un año en el
oficio de curandera. No quería pensar en su nombre. Tal vez porque si fuera
cierto, no sabría de lo que sería capaz pero, ¿acaso no buscaba un cambio?
Mandó
a una doncella llamar a Ariadna, pero ésta no se encontraba en el castillo al
estar en casa de la familia del carnicero ayudándoles. Aprovechando la ocasión,
entró en sus aposentos y buscó alguna prueba de su infidelidad, respirando
aquél irritante aroma de lirios que le recordaba a ella. Examinó todo, hasta
que en un cajón vio el mismo collar de perlas negras que se había comprado en
el mercado. Era un obsequio demasiado caro para que una simple curandera se lo
hubiese permitido. Imaginando que su esposo estaba detrás de todo esto, se
mareo por un momento y descansó en la cama con el collar en la mano.
-Ariadna…
–dijo en voz alta para sí– ¿Cómo has podido? Creo que es la hora de un cambio,
uno que te traerá terribles consecuencias por tus actos.
Esa noche era la prevista para Godric para
abandonar Remmington. De una vez dejaría el pasado para formar un nuevo futuro
con Ariadna. Casi no podía creérselo.
Esperó
su regreso, aguardándola en la chimenea mientras bebía, cuando una de las
doncellas de la reina entró buscándole. Al parecer su esposa quería verlo en
sus aposentos. Sin muchas opciones, Godric fue inmediatamente hacia allí dando
el último buche a su copa.
La
habitación estaba oscura, iluminándose sólo una pequeña zona donde estaba la
reina con la vela en la mesa. Aquella visión le parecía inquietante, queriendo
terminar cuanto antes, pero lo mejor que podía hacer era mantener la
compostura.
-Me
alegra que hayas venido, querido. ¿Te apetece tomar algo conmigo?
-No
gracias, ya he bebido suficiente –sin embargo ella sirvió dos copas,
ofreciéndole una.
-Tranquilo,
no pasa nada. No tiene veneno ni nada por el estilo –contestó ella ante su
mirada de desconfío, dando unos sorbos. Él, por no empeorar las cosas, bebió
también.
-¿Qué
es lo que tramas, Matilde? –su pregunta alcanzó más un grito sin soportar más
el comportamiento de su esposa–. ¿Es que acaso estás celebrando algo?
-¿Celebrando
algo dices? Pues sí, celebro el inmenso amor que siento por ti… –ella le abrazó
estrechamente, cuando de repente Godric sintió una punzada en su estómago– y
que tú no sientes por mí.
Matilde
sacó el cuchillo de su interior, dejándole caer del dolor. Godric intentó huir,
pero ella se lo impidió clavándoselo de nuevo en la espalda. Retorciéndose en
el suelo, vio cómo ella disfrutaba de su matanza. Supo que debía de saber su
secreto para haberla llevado hacer semejante acto, y rezó por el bienestar de
Ariadna.
-Miserable
bestia, ¡¿es que acaso nunca te contentabas con nada?! Antes de morir, te diré
que tu amada sufrirá una lenta condena peor que la tuya. ¡Nadie se reirá nunca
más de la reina Matilde! Y por tu reino, no te preocupes, yo estaré al mando
llevándolo a la gloria mejor que tú.
-Ojalá…
nunca te haya conocido. Eres… lo más… desgraciado de este mundo. Ariadna…
Ariadna…
-Desaparece
de una vez, Godric de Remmington, que el infierno se apiade de ti.
Y
dicho esto le clavó la última puñalada en el corazón.
Apenas podía contener la emoción,
pasando por las puertas del castillo, cuando dos guardias aparecieron
interrumpiéndole su camino.
-Ariadna,
queda detenida por orden de la reina Matilde. Puede venir con nosotros por las
buenas o si lo prefiere por las malas.
-¿De
qué se trata? He estado afuera todo el día…
-Suficiente.
¡Arrestarla!
Entre
gritos, pidiendo una explicación, fue llevada por la fuerza a la sala del
trono, donde la reina Matilde se encontraba sentada en el lugar del rey. Leofric
estaba a su lado con rostro severo. Verlos juntos, sin la presencia de Godric,
hizo que su mente se invadiese de terror. ¿Qué es lo que estaba pasando? ¿Por
qué Godric no acudía en su ayuda?
-Aquí
está la acusada –dijo Matilde haciendo un ademán para que la soltaran–. Joven
niña, el delito que has cometido no tiene perdón en el reino de Remmington.
¡Con qué ingenuidad te acogimos en nuestro hogar con la máscara de la
inocencia!
-¡¿A
qué os referís?! –exigió saber.
-¡De
asesinar a tu rey! –intervino Leofric siendo el centro de atención de los
testigos–. He aquí la prueba del arma que utilizaste para matarlo a sangre
fría.
Lanzó
un cuchillo cubierto de sangre, reconociendo el diseño suyo. Era tan sólo un
utensilio que utilizaba para cortar las hierbas y hacer sus medicamentos,
cuando esa visión cambió por completo y la horrorizó imaginándose la muerte de
su amado. Alguien debió de descubrirlos e idear aquél perverso plan. Las
lágrimas empezaron a resbalar por su rostro, al saber que nunca más volvería a
ver a Godric, derrumbándose en el suelo.
-¿Es
eso lo que tienes que decir? –Ariadna hacía oídos sordos al saber que no podía
hacer nada ante las palabras de una reina, llena de nostalgia–. ¡Muy bien! El
castigo será sentenciado mañana al alba, mientras, pasarás la noche encerrada
en las mazmorras. Veremos si tu conciencia puede dejarte tranquila por tu
crimen. ¡Guardias!
Ariadna
fue llevada a las mazmorras donde la torturaron con veinte latigazos. Era
difícil saber qué dolor era más fuerte: si el físico o el recuerdo de Godric.
Pero ya nada importaba, si moría en ese instante o mañana, no tenía a nadie con
el que aferrarse a la vida, ninguna esperanza de continuar. Estaba sola... otra
vez como antes cuando sus padres murieron.
Despertó
con el agua fría que le echaron encima, notando la molestia de las rozaduras de
las cadenas. Matilde se encontraba delante de ella, vestida con sus mejores
galas y con una posición recta. Dio la orden de que la dejasen sola y quedaron
únicamente ambas en la mazmorra.
-Duele,
¿verdad? Perder a un ser querido por alguien detestable. Déjame explicarte que…
-¡No
quiero que me expliques nada!
Inmediatamente,
Matilde, la abofeteó retomando su autoridad. Ariadna se mordió los labios,
llena de rabia, y mantuvo la vista baja para no volver a mirarla. Se sentía tan
impotente que odiaba no poder defenderse… No poder vengarse de la asesina de
Godric.
-Así
aprenderás a respetar a tu reina, niña insolente. ¿Te crees de verdad muy
especial para todos? Ser la amante del difunto rey, mi marido, no te otorga
ningún prestigio. Dime, ¿has pensado… has pensado alguna vez el daño que
hacías? –Matilde empezó a mostrarse sensible e inquieta–. ¡Dime! ¡¿Acaso sabes
tú lo que es luchar por mantener a alguien a tu lado?! Los sentimientos van
cambiado con el tiempo, la pasión sólo es un estado que está al principio. ¿De
verdad creías que podías estar viviendo de amor sólo? ¡Yo sí me he merecido ser
digna de ello!
-¡Vosotros
nunca os casasteis por amor! ¡No puedes saber nada!... –en ese momento le daba
igual ser golpeada de nuevo, pues el fuego recorría sus venas de rabia–.
Maldita… ¡Tú mataste a Godric! Me arrebataste lo que más quería. ¡Tú fuiste,
maldita!
-No
mereces más castigos del que te está aguardando –sus ojos se depositaron en los
suyos prediciendo su trágico futuro–. Serás enviada lejos de las tierras de
Remmington, tu presencia o cadáver aquí me enferma, por eso mismo te destinaré rumbo
al oeste. Allí, serás acogida por unas personas de confianza para ser enterrada
viva en una pequeña cárcel, sin ningún tipo de contacto. Iré a visitarte el día
en que te hayas podrido en la oscuridad para luego colgar tu cadáver en un
árbol y que los cuervos te devoren.
Matilde
se retiró al terminar, dejando a Ariadna llena de pánico sin poder hacer nada.
Al
alba, fue sentenciada al destino que la reina le había hablado. Pero no sólo
fue acusada de asesinato, sino brujería, convirtiéndola en una mayor amenaza
para el reino. El bullicio de la gente reclamó que Ariadna fuera transportada
enseguida en barco hacia las tierras del oeste, pues temían su presencia por
más tiempo. Antes de abandonar la sala, pidió saber sólo qué harían con el
cuerpo de Godric.
-Según
los antepasados, será enterrado en el lugar sagrado de la montaña de los
Remmington –le dijo un anciano, calmando su bienestar por el cadáver.
Las
hojas de los árboles caían observándolas con melancolía. Cada vez que una caía
al suelo, era un sueño roto. Los guardias se preparaban para partir con los
caballos, avisando a la reina que todo estaba listo. Asegurándose que Ariadna
estaba totalmente amarrada, se acercó luciendo el collar de perlas negras que
Godric le había regalado.
-¿Te
gusta mi collar, bruja? Creí que sería apropiado para la ocasión. Voy hacerte un
regalo: te daré el mío, para que no te olvides de mí –sacó de su vestido el otro
igual y se lo puso en el cuello–. Espero que el viaje no agote demasiado tus
fuerzas para prolongar más los días hasta tu muerte. Quiero que sea así: lento
y doloroso –Ariadna no pudo evitar mirarla con odio.
-Reza
a tus dioses si un día consiguiese escapar, porque me vengaría de la forma más
cruel que pudieses imaginar. No trates de esconderte, no tratas de huir… porque
te encontraré hasta el final del mundo. Pagarás la muerte de Godric, por lo más
sagrado.
Sin
decir ni una sola palabra, dejando una huella de preocupación en el rostro de
la reina, ordenó la salida. Ariadna sintió por primera vez un poco de alivio
desde que comenzó todo, enfrentándose a lo que le había sido deparado mientras
abandonaba Remmington.
Había pasado tres días desde la partida
de la bruja, así fue anunciada la noticia a los habitantes de la asesina del
rey. Leofric volvía a echarse otra copa de vino mientras celebrara su victoria.
Las cosas en el castillos estaban cambiando bajo su mandato y el de la reina,
recordando aún cuando ella acudió a él para tomar venganza. Había conseguido
por fin su propósito de poseer las tierras que tanto anhelaba, pero el mayor
logro, fue la muerte de Godric. Siempre lo había odiado, pero ya no sería jamás
un estorbo para él.
-Te
estaba buscando, Leofric –dijo presentándose la reina.
-¿Ocurre
algo, mi reina? Estaba tomándome un descanso.
-Ojalá
yo pudiera decir lo mismo, pero no. Tengo que pedirte algo –en su rostro pálido
había preocupación–. Necesito que salgas con unos hombres al oeste y compruebes
que Ariadna llegó a su destino. Hace un día que teníamos que haber recibido
noticias y, por otro lado, tengo innumerables pesadillas… Pesadillas que no me
dejan vivir.
-¿Tanto
miedo le da una chiquilla? No tiene nada que hacer contra los hombres de la
guardia.
-¡Yo
soy tu reina y harás lo que yo te diga! Si me desobedeces te arrebataré de tu
puesto.
-Como
mi reina lo ordene –contestó conteniéndose.
Abandonó
la sala, avisando al primer guardia que vio que se preparasen para partir,
pensando que quizás había algunas cosas que seguían aún iguales, por su
desgracia.
Ariadna permanecía quieta mientras los hombres de la guardia remaban sin cesar, adentrándose por un pantano oscuro. Uno de ellos, bastante inquieto ya, dijo:
-¿Acaso
sabéis dónde nos estamos metiendo?
-Como
si hubiese estado alguna vez en este horrible lugar, estúpido. Ni tú ni nadie
de Remmington ha pisado este terreno para contarlo.
-Ya,
¿pero no has oído la leyenda que nos advirtieron en la aldea sobre el Pantano de la adversidad? Según dicen,
una bruja con miles de años habita en él, y quien cruce su pantano sin su
permiso pagará el infortunio. Tendríamos que haber cogido otro rumbo o haberle
ofrecido un sacrificio o algo… El aire es cada vez más frío.
-Historias
de viejos, olvídalo. En cuanto antes lleguemos de dejar a esta bruja en su
prisión, antes nos iremos a Remmington. La reina Matilde nos recompensará
mucho. ¡Piensa en el oro!
La
barca siguió su curso, cuando de pronto se quedó paralizada. Sorprendido, uno
de ellos fue a comprobar el motivo metiéndose en el agua. Ariadna vio cómo
numerosos cuervos iban descendiendo, reposando en las ramas de los árboles,
presintiendo que algo desconocido los acechaba. El guardia, sin encontrar nada,
fue a subirse, cuando se sumergió de pronto y empezó a gritar intentando salir.
-¡Ayuda!
¡Algo me ha agarrado del pie!
Sus
compañeros fueron a salvarle pero un golpe, procedente de abajo, empujó la
barca volcándola. Todos tuvieron que ideárselas para escapar de la misteriosa
presencia. Mientras tanto, Ariadna, aprovechó para escapar haciendo todo lo
posible para llegar a la orilla. Las cuerdas que amarraban sus manos le
dificultó bastante pero consiguió salir victoriosa. Observó la escena de cómo
algunos de ellos lograban huir, cogiendo por caminos diferentes, y otros se
hundían arrastrados por unas ramas vivientes.
Corrió
por aquél tenebroso lugar, envuelto en una espesa niebla. Por un momento, pensó
que estaba dando vueltas en círculo al encontrarse siempre en el mismo lugar
por una piedra con forma de rombo rojiza. Respiró, aclarando su mente del
estrés. Caminó con tranquilidad viendo que sin duda se trataba del mismo recorrido,
resultándole curiosa la situación. Un antiguo cuento que le contaba su abuela
le vino a la memoria: había una vez un
duende avaricioso y egoísta que nunca quiso compartir con sus compañeros el
tesoro de su comunidad, así que para protegerlo hizo un pacto con su amigo el
Diablo para que lanzase un hechizo, prometiéndole la mitad del tesoro. La magia
negra se apoderó del lugar siendo imposible que los demás duendes encontrasen
el tesoro. Creyendo que iban adentrándose, iban retrocediendo más. Entonces,
apareció un día el más viejo y sabio de los duendes. Planteándose el dilema,
llegó un día en que se adentró solo en el bosque y cogió la dirección inversa
del camino. Así llegó al lugar donde estaba el tesoro, deshaciendo el hechizo y
compartiéndolo con los suyos. El duende avaricioso y egoísta, al acudir su
amigo el Diablo a por su parte del pacto y ver que no tenía nada, fue condenado
a las profundidades del infierno.
A
pesar que la circunstancia era diferente, había algo en común con el lugar y el
cuento: un camino que siempre se repetía. Sin perder nada, Ariadna, retrocedió
sobre sus pasos. Al principio volvió de nuevo al mismo punto, pero aquello no
la desanimó, dándose cuenta que antes había avanzado mucho. Siguió andando
hasta que finalmente consiguió llegar a una nueva zona rodeada de árboles. Confusa
por tomar una dirección, eligió el destino del este.
Los
cuervos volvieron a aparecer en grupo, interpretándolo como una mala señal.
Paralizada, sintió un ruido, siendo atacada por sorpresa por dos de los
guardias reales.
-¿A
dónde creías que ibas a ir, preciosa? Estás muy lejos de tu casita, pero
tranquila, pronto te llevaremos a una mejor no sin antes haber disfrutado un
poco de tu compañía.
-Agárrala
bien, John. Esta maldita nos debe una buena recompensa por las molestias.
Siendo
forzada, intentó defenderse de sus agresores, atacándolos con patadas pero fue
en vano. Tras ser abofeteada, los cuervos graznaron a la vez y un vendaval
empezó a correr, agitando las hojas de los árboles. Entonces, una mujer de
color apareció ante ellos, cesando el viento. Tenía una larga melena negra con
algunas trenzas y ondulaciones pero, lo que más impresionaba de ella, era su
altura y el color de sus ojos grises que cambiaron a marrón. Estupefactos aún,
desenvainaron sus armas contra ella, asegurando uno que se trataba de la bruja
del pantano. Unas manos salieron de la tierra, atrapando el pie de uno,
tirándolo al suelo y atravesándole un palo firme en la boca muriendo. El último
se atrevió a atacar con agilidad, hiriéndola con la espada en el hombro derecho.
Aquél acto sólo hizo que se enfureciera más, brillando sus ojos. Moviendo sus manos,
controló las ramas de los árboles, que golpearon al guardia, chocando contra un tronco.
Allí, le rodeó por el cuello sin salida hasta decapitarlo.
La
mujer, finalmente, centró su mirada en Ariadna, que temía al encontrarse indefensa.
Iba acercándose mientras su cabeza cada vez iba doliéndole más. Eran ya tantas
cosas juntas, que Ariadna no pudo soportar y cayó rendida al suelo. Lo último que
recordó fue a la mujer queriendo tocar su collar de perlas negras, negándoselo y
pronunciando la única cosa que la había mantenido viva:
-Remmington…
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