martes, 24 de julio de 2012

Remmington (Primera parte)

Era de noche y reinaba el silencio en el castillo de Remmington, cuando de pronto, el estruendo de los caballos anunciaron la llegada del rey y sus guerreros. Ansiosa por ver a su marido, la reina Matilde, se asomó al balcón orgullosa de su victoria contra el país vecino. El rey Godric la recibió en el salón con los brazos abierto, secando sus lágrimas de anhelo y anunciando un banquete de celebración. Pero detrás de toda la gente, arrimada a la pared, estaba Ariadna, la curandera del castillo que le miraba con una sonrisa, feliz de su vuelta.
     Durante el banquete, los bufones entretenían con su espectáculo y el vino abundaba en cada copa vacía. Godric empezó a cansarse de los lujos de la fiesta y puso su atención en Ariadna, quien llevaba su vestido favorito carmesí, marcando sus perfectas proporciones de mujer. Divagó en su mente todo el rato, sin prestar interés ninguno en la mano que le cogía su esposa, deseoso de poder salir de su prisión dorada. En un momento, Ariadna se percató de su mirada, y la complicidad surgió entre ellos. Haciendo un ademán al compañero de su izquierda, se retiró de la mesa. Sin perderla de vista, Godric, se levantó disimuladamente y fue tras ella.
     Notaba su perfume por los pasillos, aturdiéndolo por segundos pero centrándose en su busca. Era como una caza volviendo al estado más salvaje que hubiese sido el hombre. Finalmente, la encontró en el balcón que daba al patio de los rosales, estando la luna llena que iluminaba su silueta. Se acercó, acarició su suave rostro y, dejándose seducir por sus voluptuosos labios, se entregó a ellos en un arrebato de pasión.
     -Temía por vuestra vida cuando os fuisteis –le dijo susurrándole mientras él besaba su cuello–. Pensar que no volvería a veros nunca más me inundaba de melancolía y desespero...
     -Pero he vuelto y estoy aquí contigo –la consoló con tiernos gestos–. Ariadna… No había noche que no te extrañase mi corazón y olvidase todas esas noches mágicas que pasábamos juntos. Ten fe en mí.
     -Las miradas frías de los habitantes del castillo cada vez me molestan más y más. Desconfían de mi labor aquí oyéndoles murmurar que soy una sierva del demonio… Una bruja… Yo tan sólo… –los besos de Godric bajaron a su escote donde permaneció en sus pechos, ardiendo de deseo por ella distrayéndola– Yo tan sólo cumplo mi función de curandera en gratitud a que me acogisteis cuando quedé huérfana… Hace un año ya.
     -Y en ese año me has servido muy bien. Tu poder hace maravillas independientemente de lo que digan los demás. No sé cómo expresarte la alegría que siento al tenerte en mi vida.
     -Creedme que la siento, sin embargo, me consumo en la sombra cuando me abandonáis... ¿He de estar siempre así?
     Godric paró y observó sus afligidos ojos. Sabía el peso que contenía su corazón en su ausencia, pero era difícil para él tomar una solución por su situación de rey. Ojalá pudiera olvidarla o simplemente haberla tenido como una amante más, pero con ella descubrió el verdadero amor en todo su esplendor y nunca se desharía de su tesoro tan apreciado. Viviría continuamente los riesgos con tal de tenerla a su lado. Sin palabras que encontrase para calmarla, dejó que su cuerpo tomase el control llevándola a uno de los aposentos más cercano donde, seguramente, al alba tendría que irse hasta el próximo encuentro.

Las compras de la reina Matilde eran de lo más agotadoras para su doncella y Ariadna. Los gustos que tenía eran de lo más estricto y caprichoso que se podía encontrar en la ciudad. Pasando por el puesto de accesorios femeninos, le atrajo la atención un collar de perlas negras, que según le informó el vendedor, procedía de un continente extranjero y eran poco común llegándole a su mano sólo dos modelos.
     -¡Tú! Ven… –le ordenó a Ariadna, colocándole el collar a su gusto y contemplarlo detenidamente– Parece que me quedará bien. Lo luciré para mi esposo con mucho gusto. Puedes quitártelo ya antes que le pase algo, rápido.
     Una vez de regreso al castillo, fue a cambiarse de ropa y ponerse ansiosa el collar. No tardó en verse en el espejo cuando de pronto, la alegría que tenía, se desvaneció al notar la comparación con la joven curandera. Matilde estaba sintiéndose cada vez más mayor, al igual que su esposo, pero con la diferencia que ella tenía que seguir conservando su belleza para su aceptación. Ni siquiera aún le había dado un heredero después de tantos años y, posiblemente, el reino pasase algún pariente tras su muerte. Ante tal depresión, se acostó en la cama queriendo olvidar que existía el tiempo y despertar como el primer día que amaneció de su boda: joven, radiante y con muchas ilusiones en la vida.

Necesitaba alejarse de ellos; de aquél ambiente que la miraba con ojos fríos. Nerviosa, Ariadna, sujetaba la cesta con las hierbas que necesitaba para sus remedios. Llegó a la cocina, librándose de su tormento, para prepararse una de sus bebidas que prevenía quedarse en estado. La receta provenía de su familia y era muy efectiva tomándola la fecha indicada. Ariadna la conoció hace tres años, pero no la había preparado nunca hasta su llegada al castillo. Se sentía segura tomándola y así poder ocuparse de sus asuntos sin ninguna complicación. Fue a coger uno de los ingredientes, cuando se dio cuenta que le faltaba una de las hierbas. Sabiendo que tenía que regresar al bosque, buscó enojada su capa y marchó antes que el sol desapareciera.
     Localizar cualquier planta, no era una tarea sencilla. Requería mucha concentración y Ariadna se encontraba demasiado cansada para tener los sentidos puestos. Dándose un descanso, fue a refrescarse al manantial. Se mojó la cara y masajeó sus muñecas cuando un ruido la asustó de un animal. Alejándose del peligro, huyó por el bosque sin parar. De repente, un caballo la sorprendió, interrumpiéndole el paso, dándose cuenta que a lomos de él estaba Godric.
     -Mi señor, me había asustado con un…
     -Tranquila, Ariadna. Era yo que estaba de caza dándole muerte a aquella bestia –el corazón pareció volver a palpitarle normal–. No esperaba encontrarte por aquí a estas horas.
     -Quería venir a dar un pequeño paseo antes de la cena.
     -¿Sola? Bueno, eso podemos solucionarlo –dijo atrapando uno de sus mechones negros, poniéndoselo detrás de la oreja y dándole un suave beso.
     -¡No! Ahora… quiero marcharme a casa.
     Sin ninguna explicación más, adelantó el paso hacia el castillo, dejando a Godric estupefacto por su reacción. Llegando a sus aposentos, se cruzó con la reina Matilde y la doncella, sujetando una preciosa tela de color azul, posiblemente para hacer un vestido.
     -Ariadna… ¿Por qué estás pálida? –le preguntó la reina.
     Su voz emitió con bajo tono un nada y luego se retiró corriendo hacia el patio de los rosales, conteniendo las lágrimas de su angustia. Allí, explotó el silencio que la mataba, pagándolo con las rosas a arañazos mientras se clavaba las espinas. El dolor que sentía su corazón, por amar en secreto a Godric, estaba acabando con ella. Ver a aquella mujer le hervía la sangre, celosa de andar siempre en la oscuridad mientras ella danzaba en la luz cerca de él. Cuando sus manos pararon, abatidas llenas de heridas, observó la obra que había hecho, no sintiéndose orgullosa de ello, y fue a curarse antes de la hora de la cena.
     En ningún momento de la cena miró a Godric, sabiendo lo enojado que podría estar no gozar de su pequeña satisfacción. Presentándose de repente en el acto, el conde Leofric fue el centro de atención de los invitados, armando gran alboroto sus perros sueltos. Era conocido por su carácter antipático, vanidoso y humor negro en la capital del reino. Muchos lo rechazaban pero toleraban por su cargo. Haciendo un gesto desagradable, percatándose de la incomodidad del silencio, rompió en un grito:
     -¿Qué pasa? ¿Es que es demasiado tarde para unirse a la fiesta?
     Y sin nada más que decir, tomó asiento al lado de Ariadna cuando uno de los que estaba con ella se retiró para ofrecérselo. Maldiciendo su compañía, tuvo que soportar el tener al conde comiendo como un salvaje el plato de carne, resultándole vomitivo a veces cuando hablaba con la boca llena. Quiso pensar en otra cosa para olvidarse y fue entonces cuando decidió mirar a Godric, quien se volvía a servir otra copa de vino y luego otra. En ningún momento volvió su mirada, obsesionado y ciego en la bebida. Sintiéndose incómoda, se levantó pero el conde Leofric le cogió del brazo impidiéndoselo hasta que terminarse, pues quería seguir disfrutando de su grata compañía.
     Abandonando todo el mundo la mesa, Ariadna, por fin pudo descansar en su cama. Pero su tranquilidad duró poco al llamar a la puerta unos fuertes golpes. Al abrir, entró en la habitación un Godric ebrio, que viendo el ruido que hacía, cerró la puerta y le pidió que guardase silencio.
     -¿No te da vergüenza mandar callar a tu rey? Hoy… Me has puesto muy triste. No sé qué ha podido pasar entre nosotros, pero he temido perderte para siempre.
     -Por favor, mi rey. Hablad más bajo.
     -¿Te estás oyendo?... Sí, silencio es la realidad que nos gobierna y también oscuridad, como la de este cuarto, como la de todos los lugares en que te hago el amor que nos aprisionan como dos condenados. Yo… –Godric reposó su cuerpo tambaleante en una silla mientras sacaba de su bolsillo un objeto envuelto–. Quería darte esto. Lo compré recordándome mucho a ti, en lo hermosa que estarías luciéndolo y… En fin, toma.
     Ariadna cogió el regalo y lo desenvolvió viendo que se trataba del otro modelo de collar de perlas negras que se compró la reina. Rió ante la coincidencia y agradeció su detalle. Godric se acercó a ella abrazándola fuertemente.
     -Las palabras que te voy a decir ahora, Ariadna, salen de lo más profundo de mi corazón: quiero que estemos juntos sin escondernos nunca más. He meditado sobre esto, y me iré muy lejos contigo sin importar las consecuencias. Abandonaré mi puesto de rey para cruzar el mismo infierno si hace falta con tal de permanecer a tu lado –dos lágrimas resbalaron por su mejilla ante su declaración–. No volverás a sufrir por mi egoísmo, mi amor. Te quiero tanto…
     -Godric… Yo también lo deseo. Os amo con todo mi corazón, y cruzaré cielo y tierra si hace falta con tal de estar juntos.
     Ambos se besaron sin poder contenerse ante la idea, devorados por su pasión, desgarrándose la ropa que un poco más y la piel también. Acaricias, besos, mordiscos, dominación, sumisión… todo un manjar de experiencias sexuales que los consumían pero renacían después, como el ave Fénix, insaciables de la idolatría mutua. La noche fue eterna de amor. 

El conde Leofric amaneció con resaca al día siguiente, encontrándose en la cocina, rodeado de barriles de cerveza. Por primera vez reconoció el apestoso olor que desprendía y fue directo a buscar una de las sirvientas para que le preparasen un baño. Por el camino, se detuvo al ver al rey Godric salir de una de las habitaciones, escondiéndose antes que lo percibiera. Sorprendiéndole tal conducta, sospechando de qué podría tratarse, examinó con cuidado quien se hallaba en aquella habitación. Entró de puntillas, como una sombra indeseable, adentrándose en el secreto que guardaba. Entonces, observando a la persona que dormía en la cama, retiró las sábanas con delicadeza para averiguar que se trataba de la curandera. Su perfecto cuerpo desnudo reposaba plácidamente allí de sus esfuerzos amatorios, anhelando poder poseer a aquella ninfa que era la alegoría de la gracia y la belleza. Numerosas opciones pasaron por su cabeza, pero Leofric decidió elegir la más prudente.
     Los hombres se reunieron en la sala del trono, llegando como siempre él el último: no soportaba esperar a nadie malgastando su tiempo. Esta vez, miraba al rey Godric con ojos diferentes, sabiendo el arma que tenía en su poder para llevar a cabo sus planes. Ignorando tres o cuatro temas aburridos, llegó el momento que deseaba cuando tocó el reparto de propiedades del reino vencido.  
     -Si me lo permite, su majestad –intervino cortando las palabras del rey–, como gobernador de mi comarca exijo esta vez tener el tanto por ciento que ningún otro. He de recordar que la última vez no fue un reparto justo. Lleva bastante tiempo gozando de una parte de mis hombres y suministros para el combate.
     -¿Desde cuándo a ti te interesa lo que es justo, Leofric? –le dijo en su defensa–. No vas a tener más ganancias que un duque ni menos que un obispo. Todo será repartido según el orden social establecido. Recordad que estáis aquí para servirme.   
     Leofric no se mantuvo ante las palabras del rey y, acercándose poco a poco, creando desconcierto entre los presentes, le susurró:
     -Puede que las cosas cambien muy pronto. Extraer tan sólo una pieza de la torre puede hacer que se derrumbe para siempre. Piénselo muy bien, su majestad.
     Con una maliciosa sonrisa, se retiró de la sala sin que nadie dijese nada. La información que tenía era poder suficiente para someterle a su voluntad. Ya era hora de dejar las miserables ganancias de la guerra y recibir el oro que se merecía. Iba ideándolo todo, cuando de repente, Godric, apareció atacándole por sorpresa. Alzando su espada, recibió en un movimiento rápido un corte en la cara, dejándole apenas ver por un ojo.
     -¡Maldito seas tú y tu puta!
     -Así aprenderás a respetar a tu rey. Esta noche abandonarás el castillo y jamás volverás a pisar un pie en las tierras de Remmington.
     Odio. Leofric deseaba su desgracia por encima de todas las cosas. El respeto que le ordenaba mantener había desaparecido, formando una tormenta de furia cada vez que veía su sangre derramándose de la cara. Juró que tomaría represalias sobre él de la manera más cruel que conocía. Ahora no tenía nada que perder.

De niña siempre le había gustado las rosas, pero sólo aquellas cuyo color rojo era semejante a la sangre, tan brillante como el inicio del deseo. Sin embargo, Matilde ahora no podía sentir lo mismo, había cambiado, y ese cambio la asustaba, tanto, que no podía mirar a una rosa de igual belleza y acababa cortándolas.
     -Mi reina –ella se sorprendió cuando vio a Leofric en el jardín, con una espantosa herida cosida en la cara. Aquél hombre ya daba miedo tratarlo como para que ahora tuviera una cicatriz–. Siento interrumpirla en su… tarea.  
     -¿Qué es lo que quieres? Me gustaría estar sola.
     -Es sobre el rey, su esposo –cogió una de las rosas cortadas y empezó a arrancarle los pétalos mientras esperaba su reacción.
     -¿Y bien? ¿Desde cuándo vienes tan interesado para hablarme de él así?
     -La engaña. Y no se trata de una aventura pasajera… Puede que esté enamorado.
     Matilde observó a Leofric sin poder aceptar sus palabras, pero en el fondo de su ser, sabía que su esposo había perdido el interés de ella hace tiempo. Si tenía un romance oculto era del todo creíble, pero llegar hasta aquél punto… ¿Podía aceptarlo?
     -No puedo creer en tus palabras. El rey nunca sería tan estúpido para dejarse descubrir.
     -Al menos que el amor le haga estúpido y débil.
     -Dime… –ya no sabía qué creer ante el desconcierto–. ¿Quién es ella?
     -Joven y bella como las rosas de este jardín, una melena negra como el carbón, y ojos oscuros que encierran el secreto. Nadie negaría que trabaja para el mismo Diablo y que con sus brujerías ha conquistado el corazón del rey. Si me permite, mi reina, dejaré de molestarla, pero si busca la verdad y desea despertar de esta mentira, llámeme y juntos lograremos poner fin.
     Matilde no logró tener su mente tranquila ni un instante. Todo el entorno parecía asfixiante, quería escapar pero no sabía a dónde. El cuento feliz en el que siempre había creído se desmoronaba, y los restos de las ruinas reclamaban su venganza. Tenía bastantes sospechas de quién era la amante de su esposo; aquella joven misteriosa que habían acogido en el castillo hace un año en el oficio de curandera. No quería pensar en su nombre. Tal vez porque si fuera cierto, no sabría de lo que sería capaz pero, ¿acaso no buscaba un cambio?
     Mandó a una doncella llamar a Ariadna, pero ésta no se encontraba en el castillo al estar en casa de la familia del carnicero ayudándoles. Aprovechando la ocasión, entró en sus aposentos y buscó alguna prueba de su infidelidad, respirando aquél irritante aroma de lirios que le recordaba a ella. Examinó todo, hasta que en un cajón vio el mismo collar de perlas negras que se había comprado en el mercado. Era un obsequio demasiado caro para que una simple curandera se lo hubiese permitido. Imaginando que su esposo estaba detrás de todo esto, se mareo por un momento y descansó en la cama con el collar en la mano.
     -Ariadna… –dijo en voz alta para sí– ¿Cómo has podido? Creo que es la hora de un cambio, uno que te traerá terribles consecuencias por tus actos.

Esa noche era la prevista para Godric para abandonar Remmington. De una vez dejaría el pasado para formar un nuevo futuro con Ariadna. Casi no podía creérselo.
     Esperó su regreso, aguardándola en la chimenea mientras bebía, cuando una de las doncellas de la reina entró buscándole. Al parecer su esposa quería verlo en sus aposentos. Sin muchas opciones, Godric fue inmediatamente hacia allí dando el último buche a su copa.
     La habitación estaba oscura, iluminándose sólo una pequeña zona donde estaba la reina con la vela en la mesa. Aquella visión le parecía inquietante, queriendo terminar cuanto antes, pero lo mejor que podía hacer era mantener la compostura.
     -Me alegra que hayas venido, querido. ¿Te apetece tomar algo conmigo?
     -No gracias, ya he bebido suficiente –sin embargo ella sirvió dos copas, ofreciéndole una.
     -Tranquilo, no pasa nada. No tiene veneno ni nada por el estilo –contestó ella ante su mirada de desconfío, dando unos sorbos. Él, por no empeorar las cosas, bebió también.
     -¿Qué es lo que tramas, Matilde? –su pregunta alcanzó más un grito sin soportar más el comportamiento de su esposa–. ¿Es que acaso estás celebrando algo?
     -¿Celebrando algo dices? Pues sí, celebro el inmenso amor que siento por ti… –ella le abrazó estrechamente, cuando de repente Godric sintió una punzada en su estómago– y que tú no sientes por mí.
     Matilde sacó el cuchillo de su interior, dejándole caer del dolor. Godric intentó huir, pero ella se lo impidió clavándoselo de nuevo en la espalda. Retorciéndose en el suelo, vio cómo ella disfrutaba de su matanza. Supo que debía de saber su secreto para haberla llevado hacer semejante acto, y rezó por el bienestar de Ariadna.
     -Miserable bestia, ¡¿es que acaso nunca te contentabas con nada?! Antes de morir, te diré que tu amada sufrirá una lenta condena peor que la tuya. ¡Nadie se reirá nunca más de la reina Matilde! Y por tu reino, no te preocupes, yo estaré al mando llevándolo a la gloria mejor que tú.
     -Ojalá… nunca te haya conocido. Eres… lo más… desgraciado de este mundo. Ariadna… Ariadna…
     -Desaparece de una vez, Godric de Remmington, que el infierno se apiade de ti.
     Y dicho esto le clavó la última puñalada en el corazón.

Apenas podía contener la emoción, pasando por las puertas del castillo, cuando dos guardias aparecieron interrumpiéndole su camino.
     -Ariadna, queda detenida por orden de la reina Matilde. Puede venir con nosotros por las buenas o si lo prefiere por las malas.
     -¿De qué se trata? He estado afuera todo el día…
     -Suficiente. ¡Arrestarla!    
     Entre gritos, pidiendo una explicación, fue llevada por la fuerza a la sala del trono, donde la reina Matilde se encontraba sentada en el lugar del rey. Leofric estaba a su lado con rostro severo. Verlos juntos, sin la presencia de Godric, hizo que su mente se invadiese de terror. ¿Qué es lo que estaba pasando? ¿Por qué Godric no acudía en su ayuda?
     -Aquí está la acusada –dijo Matilde haciendo un ademán para que la soltaran–. Joven niña, el delito que has cometido no tiene perdón en el reino de Remmington. ¡Con qué ingenuidad te acogimos en nuestro hogar con la máscara de la inocencia!    
     -¡¿A qué os referís?! –exigió saber.
     -¡De asesinar a tu rey! –intervino Leofric siendo el centro de atención de los testigos–. He aquí la prueba del arma que utilizaste para matarlo a sangre fría.
     Lanzó un cuchillo cubierto de sangre, reconociendo el diseño suyo. Era tan sólo un utensilio que utilizaba para cortar las hierbas y hacer sus medicamentos, cuando esa visión cambió por completo y la horrorizó imaginándose la muerte de su amado. Alguien debió de descubrirlos e idear aquél perverso plan. Las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro, al saber que nunca más volvería a ver a Godric, derrumbándose en el suelo.
     -¿Es eso lo que tienes que decir? –Ariadna hacía oídos sordos al saber que no podía hacer nada ante las palabras de una reina, llena de nostalgia–. ¡Muy bien! El castigo será sentenciado mañana al alba, mientras, pasarás la noche encerrada en las mazmorras. Veremos si tu conciencia puede dejarte tranquila por tu crimen. ¡Guardias!
     Ariadna fue llevada a las mazmorras donde la torturaron con veinte latigazos. Era difícil saber qué dolor era más fuerte: si el físico o el recuerdo de Godric. Pero ya nada importaba, si moría en ese instante o mañana, no tenía a nadie con el que aferrarse a la vida, ninguna esperanza de continuar. Estaba sola... otra vez como antes cuando sus padres murieron.
     Despertó con el agua fría que le echaron encima, notando la molestia de las rozaduras de las cadenas. Matilde se encontraba delante de ella, vestida con sus mejores galas y con una posición recta. Dio la orden de que la dejasen sola y quedaron únicamente ambas en la mazmorra.
     -Duele, ¿verdad? Perder a un ser querido por alguien detestable. Déjame explicarte que…
     -¡No quiero que me expliques nada!
     Inmediatamente, Matilde, la abofeteó retomando su autoridad. Ariadna se mordió los labios, llena de rabia, y mantuvo la vista baja para no volver a mirarla. Se sentía tan impotente que odiaba no poder defenderse… No poder vengarse de la asesina de Godric.
     -Así aprenderás a respetar a tu reina, niña insolente. ¿Te crees de verdad muy especial para todos? Ser la amante del difunto rey, mi marido, no te otorga ningún prestigio. Dime, ¿has pensado… has pensado alguna vez el daño que hacías? –Matilde empezó a mostrarse sensible e inquieta–. ¡Dime! ¡¿Acaso sabes tú lo que es luchar por mantener a alguien a tu lado?! Los sentimientos van cambiado con el tiempo, la pasión sólo es un estado que está al principio. ¿De verdad creías que podías estar viviendo de amor sólo? ¡Yo sí me he merecido ser digna de ello!
     -¡Vosotros nunca os casasteis por amor! ¡No puedes saber nada!... –en ese momento le daba igual ser golpeada de nuevo, pues el fuego recorría sus venas de rabia–. Maldita… ¡Tú mataste a Godric! Me arrebataste lo que más quería. ¡Tú fuiste, maldita!
     -No mereces más castigos del que te está aguardando –sus ojos se depositaron en los suyos prediciendo su trágico futuro–. Serás enviada lejos de las tierras de Remmington, tu presencia o cadáver aquí me enferma, por eso mismo te destinaré rumbo al oeste. Allí, serás acogida por unas personas de confianza para ser enterrada viva en una pequeña cárcel, sin ningún tipo de contacto. Iré a visitarte el día en que te hayas podrido en la oscuridad para luego colgar tu cadáver en un árbol y que los cuervos te devoren.
     Matilde se retiró al terminar, dejando a Ariadna llena de pánico sin poder hacer nada.
     Al alba, fue sentenciada al destino que la reina le había hablado. Pero no sólo fue acusada de asesinato, sino brujería, convirtiéndola en una mayor amenaza para el reino. El bullicio de la gente reclamó que Ariadna fuera transportada enseguida en barco hacia las tierras del oeste, pues temían su presencia por más tiempo. Antes de abandonar la sala, pidió saber sólo qué harían con el cuerpo de Godric.
     -Según los antepasados, será enterrado en el lugar sagrado de la montaña de los Remmington –le dijo un anciano, calmando su bienestar por el cadáver.
     Las hojas de los árboles caían observándolas con melancolía. Cada vez que una caía al suelo, era un sueño roto. Los guardias se preparaban para partir con los caballos, avisando a la reina que todo estaba listo. Asegurándose que Ariadna estaba totalmente amarrada, se acercó luciendo el collar de perlas negras que Godric le había regalado.
     -¿Te gusta mi collar, bruja? Creí que sería apropiado para la ocasión. Voy hacerte un regalo: te daré el mío, para que no te olvides de mí –sacó de su vestido el otro igual y se lo puso en el cuello–. Espero que el viaje no agote demasiado tus fuerzas para prolongar más los días hasta tu muerte. Quiero que sea así: lento y doloroso –Ariadna no pudo evitar mirarla con odio.
     -Reza a tus dioses si un día consiguiese escapar, porque me vengaría de la forma más cruel que pudieses imaginar. No trates de esconderte, no tratas de huir… porque te encontraré hasta el final del mundo. Pagarás la muerte de Godric, por lo más sagrado.
     Sin decir ni una sola palabra, dejando una huella de preocupación en el rostro de la reina, ordenó la salida. Ariadna sintió por primera vez un poco de alivio desde que comenzó todo, enfrentándose a lo que le había sido deparado mientras abandonaba Remmington.   

Había pasado tres días desde la partida de la bruja, así fue anunciada la noticia a los habitantes de la asesina del rey. Leofric volvía a echarse otra copa de vino mientras celebrara su victoria. Las cosas en el castillos estaban cambiando bajo su mandato y el de la reina, recordando aún cuando ella acudió a él para tomar venganza. Había conseguido por fin su propósito de poseer las tierras que tanto anhelaba, pero el mayor logro, fue la muerte de Godric. Siempre lo había odiado, pero ya no sería jamás un estorbo para él.
     -Te estaba buscando, Leofric –dijo presentándose la reina.
     -¿Ocurre algo, mi reina? Estaba tomándome un descanso.
     -Ojalá yo pudiera decir lo mismo, pero no. Tengo que pedirte algo –en su rostro pálido había preocupación–. Necesito que salgas con unos hombres al oeste y compruebes que Ariadna llegó a su destino. Hace un día que teníamos que haber recibido noticias y, por otro lado, tengo innumerables pesadillas… Pesadillas que no me dejan vivir.
     -¿Tanto miedo le da una chiquilla? No tiene nada que hacer contra los hombres de la guardia.
     -¡Yo soy tu reina y harás lo que yo te diga! Si me desobedeces te arrebataré de tu puesto.
     -Como mi reina lo ordene –contestó conteniéndose.
     Abandonó la sala, avisando al primer guardia que vio que se preparasen para partir, pensando que quizás había algunas cosas que seguían aún iguales, por su desgracia.   

Ariadna permanecía quieta mientras los hombres de la guardia remaban sin cesar, adentrándose por un pantano oscuro. Uno de ellos, bastante inquieto ya, dijo:
     -¿Acaso sabéis dónde nos estamos metiendo?
     -Como si hubiese estado alguna vez en este horrible lugar, estúpido. Ni tú ni nadie de Remmington ha pisado este terreno para contarlo.
     -Ya, ¿pero no has oído la leyenda que nos advirtieron en la aldea sobre el Pantano de la adversidad? Según dicen, una bruja con miles de años habita en él, y quien cruce su pantano sin su permiso pagará el infortunio. Tendríamos que haber cogido otro rumbo o haberle ofrecido un sacrificio o algo… El aire es cada vez más frío.
     -Historias de viejos, olvídalo. En cuanto antes lleguemos de dejar a esta bruja en su prisión, antes nos iremos a Remmington. La reina Matilde nos recompensará mucho. ¡Piensa en el oro!
     La barca siguió su curso, cuando de pronto se quedó paralizada. Sorprendido, uno de ellos fue a comprobar el motivo metiéndose en el agua. Ariadna vio cómo numerosos cuervos iban descendiendo, reposando en las ramas de los árboles, presintiendo que algo desconocido los acechaba. El guardia, sin encontrar nada, fue a subirse, cuando se sumergió de pronto y empezó a gritar intentando salir.  
     -¡Ayuda! ¡Algo me ha agarrado del pie!
     Sus compañeros fueron a salvarle pero un golpe, procedente de abajo, empujó la barca volcándola. Todos tuvieron que ideárselas para escapar de la misteriosa presencia. Mientras tanto, Ariadna, aprovechó para escapar haciendo todo lo posible para llegar a la orilla. Las cuerdas que amarraban sus manos le dificultó bastante pero consiguió salir victoriosa. Observó la escena de cómo algunos de ellos lograban huir, cogiendo por caminos diferentes, y otros se hundían arrastrados por unas ramas vivientes.
     Corrió por aquél tenebroso lugar, envuelto en una espesa niebla. Por un momento, pensó que estaba dando vueltas en círculo al encontrarse siempre en el mismo lugar por una piedra con forma de rombo rojiza. Respiró, aclarando su mente del estrés. Caminó con tranquilidad viendo que sin duda se trataba del mismo recorrido, resultándole curiosa la situación. Un antiguo cuento que le contaba su abuela le vino a la memoria: había una vez un duende avaricioso y egoísta que nunca quiso compartir con sus compañeros el tesoro de su comunidad, así que para protegerlo hizo un pacto con su amigo el Diablo para que lanzase un hechizo, prometiéndole la mitad del tesoro. La magia negra se apoderó del lugar siendo imposible que los demás duendes encontrasen el tesoro. Creyendo que iban adentrándose, iban retrocediendo más. Entonces, apareció un día el más viejo y sabio de los duendes. Planteándose el dilema, llegó un día en que se adentró solo en el bosque y cogió la dirección inversa del camino. Así llegó al lugar donde estaba el tesoro, deshaciendo el hechizo y compartiéndolo con los suyos. El duende avaricioso y egoísta, al acudir su amigo el Diablo a por su parte del pacto y ver que no tenía nada, fue condenado a las profundidades del infierno.
     A pesar que la circunstancia era diferente, había algo en común con el lugar y el cuento: un camino que siempre se repetía. Sin perder nada, Ariadna, retrocedió sobre sus pasos. Al principio volvió de nuevo al mismo punto, pero aquello no la desanimó, dándose cuenta que antes había avanzado mucho. Siguió andando hasta que finalmente consiguió llegar a una nueva zona rodeada de árboles. Confusa por tomar una dirección, eligió el destino del este.
     Los cuervos volvieron a aparecer en grupo, interpretándolo como una mala señal. Paralizada, sintió un ruido, siendo atacada por sorpresa por dos de los guardias reales.
     -¿A dónde creías que ibas a ir, preciosa? Estás muy lejos de tu casita, pero tranquila, pronto te llevaremos a una mejor no sin antes haber disfrutado un poco de tu compañía.
     -Agárrala bien, John. Esta maldita nos debe una buena recompensa por las molestias.
     Siendo forzada, intentó defenderse de sus agresores, atacándolos con patadas pero fue en vano. Tras ser abofeteada, los cuervos graznaron a la vez y un vendaval empezó a correr, agitando las hojas de los árboles. Entonces, una mujer de color apareció ante ellos, cesando el viento. Tenía una larga melena negra con algunas trenzas y ondulaciones pero, lo que más impresionaba de ella, era su altura y el color de sus ojos grises que cambiaron a marrón. Estupefactos aún, desenvainaron sus armas contra ella, asegurando uno que se trataba de la bruja del pantano. Unas manos salieron de la tierra, atrapando el pie de uno, tirándolo al suelo y atravesándole un palo firme en la boca muriendo. El último se atrevió a atacar con agilidad, hiriéndola con la espada en el hombro derecho. Aquél acto sólo hizo que se enfureciera más, brillando sus ojos. Moviendo sus manos, controló las ramas de los árboles, que golpearon al guardia, chocando contra un tronco. Allí, le rodeó por el cuello sin salida hasta decapitarlo.
     La mujer, finalmente, centró su mirada en Ariadna, que temía al encontrarse indefensa. Iba acercándose mientras su cabeza cada vez iba doliéndole más. Eran ya tantas cosas juntas, que Ariadna no pudo soportar y cayó rendida al suelo. Lo último que recordó fue a la mujer queriendo tocar su collar de perlas negras, negándoselo y pronunciando la única cosa que la había mantenido viva:
     -Remmington…  

No hay comentarios:

Publicar un comentario