jueves, 17 de noviembre de 2011

Nosce te ipsum

Sé muy bien de lo que huyo pero no lo que busco en esta vida. Viajar muchas veces para escapar caminando por la ardiente arena del desierto como el infierno, corriendo a través del bosque de mi más oscura pesadilla, navegando a la deriva en el mar de las almas perdidas… Perdida una vez más pero con la esperanza de afrontar mis miedos mientras continúe.

La araña Aracne

Llora Aracne en lo más profundo de su ser,
tejiendo eternamente con sus ocho patas
y recordando lo buena hilandera que fue.

Siempre trabajadora, tus manos
hacían maravillas en minutos.
Tus trabajos eran dignos de envidiar.

Dime, ¿hasta dónde llegó tu orgullo?
Dime, ¿cuándo podremos poner un fin?
El tiempo te hace esclava eternamente
y no hay forma de volver atrás.

Tu popularidad llegó a oídos de Atenea,
quien en duelo retaste a un concurso.
Perdición y vanidad se apoderaron de ti.

¡Qué mortal existe que sepa que no debe
despertar la cólera de los dioses!
Tu castigo fue dado y ahora, triste de ti,
en la sombra vives atormentada.

Velázquez un bello cuadro hará de ti,
óleo sobre lienzo reflejando tus virtudes.

Llora Aracne en lo más profundo de su ser,
tejiendo eternamente con sus ocho patas
y recordando lo buena hilandera que fue.

sábado, 12 de noviembre de 2011

El ángel de la pena

William Wetmore Story, nacido el 12 de febrero de 1819 en Salem, Massachusets y fallecido el 7 de octubre de 1895 en Vallombroso, Italia, fue un escultor, crítico de arte, poeta y editor estadounidense. El ángel de la pena (Angel of Grief) es una escultura de 1894 realizada en Roma para el cementerio protestante de la ciudad. Su estilo es también conocido como el llanto del ángel. Conocí su obra por portadas de discos, más de uno coincidió, maravillándome e intrigándome. Mantiene una belleza oculta para mí que imagino cómo podría ser la historia de aquél ángel caído...
   Volaba por el cielo sin miedo y feliz, orgulloso de su privilegio de servir a Dios gozando de los placeres. Pero un día cambió todo lo que sentía cuando echó un vistazo abajo a la Tierra. Aquellos seres humanos le sorprendían en sus vidas cotidianas, en sus complejos temas y formas de actuar. Entonces decidió observarles más de cerca, siempre con cierto margen, para saber más de ellos. Podían estar tristes o felices en un mismo día por simples motivos que les pasase. Esto acabó por fascinarle al empatizar cada vez más con estas curiosas criaturas de la Tierra. Dios, al descubrirlo en una de sus escapadas, le avisó que no volviese a bajar allí, así como de las terribles consecuencias que tendría si pisaba alguna vez el suelo. El ángel tuvo que obedecer con gran desolación. Pasó un tiempo meditando, en busca de una respuesta a su felicidad, que ya no era volar por los cielos en el paraíso. Sabiendo que no podía engañarse en lo que deseaba, volvió a la Tierra teniendo cuidado de no ser descubierto. Allí, en pleno éxtasis, viajó por todas partes sintiendo todo mejor que nunca, pero en un descuido, los dedos de su pie tocaron la tierra haciendo que cayese. Intentó emprender el vuelo una y otra vez pero fue en vano, sus preciosas y grandes alas no le servían ya de nada. Entonces se dio cuenta que era demasiado tarde para arrepentirse, ya nunca volvería al cielo y tendría que sobrellevar el peso de su decisión para siempre. Caminó hacia una enorme piedra y allí permaneció abatido con lágrimas. Dios, compareciéndose de él, lo transformó en piedra evitando su sufrimiento, y desde entonces, las personas que pasan por el lugar, son absorbidas por esa magia del ángel de la pena.
   

lunes, 7 de noviembre de 2011

Elizabeth

Elizabeth Martínez tiene nueve años,
es una niña tranquila, responsable y humilde
pero demasiado centrada en sus cosas.
A veces le gustaría poder crecer más deprisa
para ser una famosa artista.

La estancia en su casa es acogedora,
viviendo con sus padres, perro y hermana
aunque preferiría habitar sola,
en el castillo de Bran en Transilvania.
Allí dibujaría y escribiría sobre sus más queridos deseos,
sin importarle perder el tiempo.

Cuando va al colegio se sienta sola y no habla.
Desentendida de toda conversación, perdida en
su mundo feliz está. Hace dibujos en su cuaderno
mientras otros niños hacen los ejercicios, planeando
los personajes de su próxima historia.

No tiene apenas amigos pero Elizabeth no los necesita,
teniendo a Pobby y Dingan, los mejores del mundo.
Mientras otras niñas leen revistas juveniles,
ella prefiere las novelas góticas que abren su imaginación.

Odia con gran disgusto cómo la sociedad le impone
sus gustos, pues es Tim Burton su ídolo soñado.
Peinándose como él, su madre siempre la corrige
arruinándolo con una diadema cuyo color insoportable es.

También admira los trabajos de Victoria Francés, donde
las imágenes siniestras y oscuras cobran vida apasionándola.
Pero su madre, como una sombra, ahí está para decirle lo que
debe: “Una niña no debería de comenzar por esas cosas, varía tu
estilo o céntrate en estudiar para tu futuro”.

Otro suplicio reside en las burlas de sus compañeros,
que la consideran rara por no ser igual que ellos.
Elizabeth odia la monotonía, y se imagina
vengándose enterrándolos vivos en el cementerio.

Estando leyendo una tarde, Hamlet de William Shakespeare,
sus padres y tutor irrumpieron en su habitación. Elizabeth
quedó sorprendida y, con una explicación, su tutor le dijo:
“Estamos aquí para ayudarte en tu aislamiento, esta situación tuya es
un delirio que tiene que terminar. Debes de aprender a socializarte
con los demás y estudiar más, así que baja de una vez al mundo real,
que de sueños no se puede aquí vivir”.

Espantada de las palabras que iban perforando su cerebro,
pidió ayuda a Pobby y Dingan pero no los encontró, después
salió al exterior pero le horrorizó lo que encontró. Consumida
tanto tiempo en sí misma, le fue imposible adaptarse a la realidad.

Permaneciendo sola de nuevo en su cuarto, meditó sobre la
supuesta solución, abatida de luchar más contra lo inevitable.
Cerró los ojos y deseó desvanecerse mientras entregaba su
cuerpo y alma a una realidad del que dudaba su felicidad.

Ligeia (Edgar Allan Poe)

Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber, su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados. No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta, ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior, sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida, luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido, como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.
   Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce, profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam, refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de "extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo, lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
   Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad. Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes -en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño" que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los astrólogos.