Mireia contemplaba la luna llena desde la ventana.
Perdida en su mundo, oyó que su nieta la llamaba a regañadientes. La
pequeña estaba harta de escuchar todas las noches los mismos cuentos clásicos.
Notando su desinterés, para despertar su curiosidad, comenzó la historia de
manera distinta y especial mientras seguía con sus ancianas manos apretando su
extraño colgante.
Había una vez una niña que se llamaba Claudia. Cada
vez que se mudaba de hogar con su familia, abandonaba todo lo que antes había conocido
y querido. El día que llegó a su nueva casa, se fue directa a jugar al
jardín. Entre los arbustos, observó al poco tiempo, que había un niño en la
casa de al lado, rodeado de muchos libros. Curiosa, se acercó a él,
presentándose.
-Hola, me llamo Claudia y ¿tú?
-Encantado –le dijo sonriendo–. Soy Edgar y estos son
mis amigos. Disculpa que ahora sean un poco tímidos. Con el ruido no pueden
hablar.
-¿Los libros esos hablan? ¿Desde cuándo es... posible?
-¿Alguna vez lo has intentado? –Claudia se quedó
pensativa, negándolo con la cabeza.
-Si vienes más tarde podré demostrártelo. Será
divertido, ¡créeme!
A Claudia, le pareció simpático. Y deseando ser su
nueva amiga, se acercó recordando sus palabras “si vienes más tarde podré
demostrártelo”. Así fue, llamó a la puerta dando golpecitos. Pero la recibió un
hombre con rostro muy serio. Tímidamente le preguntó por su nuevo amigo, que
tuvo la suerte de venir muy contento de verla e invitándola a comer tarta de
chocolate. Cuando no quedaba más en el plato, recordando el motivo de su
visita, le mostró en su habitación un gran libro lleno de cuentos. Al parecer,
vivía solo con su padre. Un bibliotecario que almacenaba montañas de libros.
Edgar le dijo a Claudia -pon el oído aquí. Ella lo apoyó lentamente en la
portada y centrándose en el silencio, pudo escuchar que alguien narraba una
historia. Sorprendida, le dio la razón. Estuvieron horas sin separar sus orejas
de aquellos cuentos mágicos.
Conforme pasaban los días, los dos se convirtieron en
inseparables amigos. Claudia acudía cada tarde a escuchar las maravillosas
historias. Hasta que un día sin avisar, Edgar comprobó que los libros dejaron
de hablar. Edgar no sabía por qué. Era la primera vez que pasaba. Triste y
esperando a que se solucionase el problema, salió abatida de su hogar dudando
de si volvería a disfrutar con su amigo de aquellos momentos mágicos.
Al día siguiente, Claudia le visitó. Pero fue su padre
quien le atendió en su ausencia. Mostrándose más sociable de lo normal, la
invitó a conocer su biblioteca. Guiada por él, fue al lugar donde un libro se
mantenía de pie solo. Al cogerlo, examinó que la portada tenía una piedra
incrustada.
-¿Te has preguntado de dónde pueden venir los cuentos,
Claudia? La respuesta está aquí, en éste. La fuente de toda imaginación, la voz
que se expande a nuestro mundo. Observa la piedra de su centro, antes era
espléndidamente hermosa, llena de magia, pero se ha consumido con el tiempo –la
niña cada vez iba asustándose más, cuando los ojos de él la miraron con
malicia–. Necesita una nueva esencia joven para seguir produciendo y, tú
pequeña, al igual que los otros niños que lo hicieron, la mantendrá activa
hasta el día de tu muerte. ¡Ven!
Claudia gritó mientras el hombre la obligaba a tocar
la piedra. Iba sintiendo en sus dedos, cómo iba atrapándola poco a poco, su
poder. Entonces, Edgar apareció, intentando detener a su padre.
El joven se armó de valor impidiéndole continuar y,
mostrándole el profundo afecto que sentía por ella, tocó la piedra. Una luz
deslumbrante les cegó por un momento, cuando se apagó la luz, Edgar había
desaparecido. Su padre observó afligido la reluciente piedra azul, cargada de
nuevo de magia. Lamentando la pérdida de su hijo, y olvidándose de contribuir
más en el mundo de los cuentos, abandonó la biblioteca. Claudia abrazó el
libro, dándole las gracias de corazón y pudiendo escuchar su voz desde aquel
mundo de fantasía.
El padre de Edgar abandonó la ciudad y nunca más se
supo de él. Dejando en el olvido los libros, Claudia se encargó desde aquél día
en conservarlos y difundirlos con el tiempo pues, a pesar de guardar un gran
dolor en su pasado, no dejaría que sus historias fuesen en vano como el
sacrificio de su querido amigo.
Finalizó el cuento Mireia, contemplando a su nieta
dormida plácidamente. Cansada y doliéndole todos los huesos por la vejez, se
sentó en la mecedora del salón viendo desde la ventana la profunda noche sin
estrellas pensando en sus recuerdos. Apartando la mano de su colgante, observó
su color azul perecer.
Supongo que a partir de ahora el mundo deberá de
inventar sus propios cuentos con esfuerzo. Me alegra saber que a los dos nos
llega la misma hora, Edgar.
Y cerrando los ojos, Mireia, no los volvió a abrir
nunca más.