viernes, 28 de febrero de 2014

El origen de los cuentos

Mireia contemplaba la luna llena desde la ventana. Perdida en su mundo, oyó que su nieta la llamaba a regañadientes. La pequeña estaba harta de escuchar todas las noches los mismos cuentos clásicos. Notando su desinterés, para despertar su curiosidad, comenzó la historia de manera distinta y especial mientras seguía con sus ancianas manos apretando su extraño colgante.

Había una vez una niña que se llamaba Claudia. Cada vez que se mudaba de hogar con su familia, abandonaba todo lo que antes había conocido y querido.  El día que llegó a su nueva casa, se fue directa a jugar al jardín. Entre los arbustos, observó al poco tiempo, que había un niño en la casa de al lado, rodeado de muchos libros. Curiosa, se acercó a él, presentándose.
 -Hola, me llamo Claudia y ¿tú?
 -Encantado –le dijo sonriendo–. Soy Edgar y estos son mis amigos. Disculpa que ahora sean un poco tímidos. Con el ruido no pueden hablar.
 -¿Los libros esos hablan? ¿Desde cuándo es... posible?
 -¿Alguna vez lo has intentado? –Claudia se quedó pensativa, negándolo con la cabeza.
 -Si vienes más tarde podré demostrártelo. Será divertido, ¡créeme!
 A Claudia, le pareció simpático. Y deseando ser su nueva amiga, se acercó recordando sus palabras “si vienes más tarde podré demostrártelo”. Así fue, llamó a la puerta dando golpecitos. Pero la recibió un hombre con rostro muy serio. Tímidamente le preguntó por su nuevo amigo, que tuvo la suerte de venir muy contento de verla e invitándola a comer tarta de chocolate. Cuando no quedaba más en el plato, recordando el motivo de su visita, le mostró en su habitación un gran libro lleno de cuentos. Al parecer, vivía solo con su padre. Un bibliotecario que almacenaba montañas de libros. Edgar le dijo a Claudia -pon el oído aquí. Ella lo apoyó lentamente en la portada y centrándose en el silencio, pudo escuchar que alguien narraba una historia. Sorprendida, le dio la razón. Estuvieron horas sin separar sus orejas de aquellos cuentos mágicos.
 Conforme pasaban los días, los dos se convirtieron en inseparables amigos. Claudia acudía cada tarde a escuchar las maravillosas historias. Hasta que un día sin avisar, Edgar comprobó que los libros dejaron de hablar. Edgar no sabía por qué. Era la primera vez que pasaba. Triste y esperando a que se solucionase el problema, salió abatida de su hogar dudando de si volvería a disfrutar con su amigo de aquellos momentos mágicos.
 Al día siguiente, Claudia le visitó. Pero fue su padre quien le atendió en su ausencia. Mostrándose más sociable de lo normal, la invitó a conocer su biblioteca. Guiada por él, fue al lugar donde un libro se mantenía de pie solo. Al cogerlo, examinó que la portada tenía una piedra incrustada.
 -¿Te has preguntado de dónde pueden venir los cuentos, Claudia? La respuesta está aquí, en éste. La fuente de toda imaginación, la voz que se expande a nuestro mundo. Observa la piedra de su centro, antes era espléndidamente hermosa, llena de magia, pero se ha consumido con el tiempo –la niña cada vez iba asustándose más, cuando los ojos de él la miraron con malicia–. Necesita una nueva esencia joven para seguir produciendo y, tú pequeña, al igual que los otros niños que lo hicieron, la mantendrá activa hasta el día de tu muerte. ¡Ven!
 Claudia gritó mientras el hombre la obligaba a tocar la piedra. Iba sintiendo en sus dedos, cómo iba atrapándola poco a poco, su poder. Entonces, Edgar apareció, intentando detener a su padre.
 El joven se armó de valor impidiéndole continuar y, mostrándole el profundo afecto que sentía por ella, tocó la piedra. Una luz deslumbrante les cegó por un momento, cuando se apagó la luz, Edgar había desaparecido. Su padre observó afligido la reluciente piedra azul, cargada de nuevo de magia. Lamentando la pérdida de su hijo, y olvidándose de contribuir más en el mundo de los cuentos, abandonó la biblioteca. Claudia abrazó el libro, dándole las gracias de corazón y pudiendo escuchar su voz desde aquel mundo de fantasía.
 El padre de Edgar abandonó la ciudad y nunca más se supo de él. Dejando en el olvido los libros, Claudia se encargó desde aquél día en conservarlos y difundirlos con el tiempo pues, a pesar de guardar un gran dolor en su pasado, no dejaría que sus historias fuesen en vano como el sacrificio de su querido amigo.

Finalizó el cuento Mireia, contemplando a su nieta dormida plácidamente. Cansada y doliéndole todos los huesos por la vejez, se sentó en la mecedora del salón viendo desde la ventana la profunda noche sin estrellas pensando en sus recuerdos. Apartando la mano de su colgante, observó su color azul perecer.  
 Supongo que a partir de ahora el mundo deberá de inventar sus propios cuentos con esfuerzo. Me alegra saber que a los dos nos llega la misma hora, Edgar.
 Y cerrando los ojos, Mireia, no los volvió a abrir nunca más.

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