martes, 13 de diciembre de 2016

Indómita

Ser algo de lo que él no podía controlar era algo que le aterraba, por eso siguió reuniendo la madera junto a los hombres. Ningún recuerdo podía hacer que se detuviera, prevaleciendo el instinto de su seguridad primero, haciendo lo mismo que hacían y decían todos. En el centro de la plaza tiraron la última carga mientras veía el rostro pálido de ella atada al palo de madera. Su cuerpo y alma arderían en el infierno en cuanto viniesen los aldeanos con las antorchas. Una expresión de misterio en sus ojos la mostraban impasible, como si no fuera de este mundo, inalcanzable de cualquier entendimiento, provocando su desconcierto ante lo que había sido aquella mujer para él. Dudó si en verdad había sentido algo en su relación, en cada momento íntimo, tocándose el colgante con el mineral que le había hecho en el bosque, ocultándoselo debajo de las prendas. La aparente inocencia se tornaba difusa, sin llegar a creer en nada. Finalmente, sus pensamientos se interrumpieron con la llegada del resto que alzaban exaltados las antorchas. La puesta de sol cubría el cielo con el vuelo de los cuervos, dejando una lluvia de plumas negras. Volvería a empezar, pensó decidido, con otra nueva mujer con la que tener un futuro digno y todo quedaría olvidado tras las cenizas. Una mujer que fuese normal, al buen ver de todos, que le diese la comodidad de la que sólo aspiraba alcanzar. Se encendieron las llamas del fuego sin provocar en ella ninguna agitación, permaneciendo inmóvil en silencio, mirándole tras el humo que cada vez nublaba más su visión. Otro hombre había traído consigo sus escritos, dándole a él un puñado para que fuese el primero en comenzar. Los cogió, temblándole el pulso, y se acercó al fuego arrojándolos, quemándose las hojas que tantas noches de luna llena ella se puso a escribir en vela, desnuda junto a su lecho, sintiendo su lejanía contemplando su espalda blanca como la nieve y sus dedos acariciándola notando el frío. Nunca supo bien de qué trataban, pero nadie quería mantener las letras malditas de una bruja. Las lágrimas escaparon de sus ojos mientras todo iba desapareciendo. En cuestión de segundos, un viento se alzó llevándose consigo las hojas, alarmando algunos hombres, pero el cuerpo seguía ardiendo manteniendo el orden. Cuando las llamas se apagaron, y el humo cesó, pocos quedaban en la zona para verlo, él era uno que no había podido retirarse; necesitaba ver con sus propios ojos el final. Se acercó con paso decidido y allí lo vio de una forma inimaginable: los restos eran plumas blancas manchadas con las cenizas de la madera. El mismo viento volvió a levantarse, desprendiendo un aroma a jazmín que tanto recordaba oler hundiéndose en el mar oscuro de su cabello, y las plumas volaron libres lejos de él. Sintió la punzada, tras perderse la visión, de una herida dejada en su ser. 

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