Los sonidos que
proceden de la colina son las voces de los espíritus… –fue lo que me dijo mi abuelo,
cuando escuché la voz de mi padre, la primera vez que visité el Pirineo cuando
era un niño.
Sólo mis
abuelos y unos pocos creían en las leyendas de Huesca porque formaban parte de
la naturaleza sensible del hombre y tenían el poder, a través de las historias
del pasado, para guiarnos en la vida. Pero yo dejé de creer en leyendas hace
mucho…
El reloj de
cuerda del salón empezó a sonar, escandalosamente, martirizándome la cabeza.
Agobiado por el suplicio fui hacia él y lo paré logrando así un poco de
tranquilidad. Acto seguido, me volví a sentar en el sofá contemplando de nuevo
el retrato de Laura. Ella había sido todo para mí desde que murió en un
accidente de tráfico hace dos meses. Desde que nos conocimos tuvimos una
conexión perfecta respecto a nuestras personalidades, donde encajábamos como
dos piezas de puzzle. Sin duda era mi sol en la oscuridad, un ángel del cielo
donde nada tenía que temer junto a ella. Pero ahora…
Al día
siguiente me desperté porque estaba sonando el teléfono. Atontado, localicé el
dichoso ruido por toda la casa que estaba desordenada –sin duda me había
descuidado mucho desde la pérdida de Laura. Seguí buscando hasta que lo hallé
en la cocina debajo de unas cajas de pizza. Intenté que mi voz sonara lo más
normal posible pero entre el sueño y el desánimo fue en vano.
-¿Quién es?
–pregunté.
-¡Saúl,
cuánto tiempo! –me costó reconocer la voz de mi abuela después de… ¿Cuánto
tiempo había pasado desde la última vez que traté con mis abuelos?
-¡Ah,
abuela! –contesté sin mucho esmero– Vaya, tienes razón.
-Precisamente
quince años –me replicó–. Gracias a tu madre, un encanto como siempre, hemos
podido tener información de ti –eso lo explicaba todo, mi madre siempre metida
en donde no debía. Sabía de sobra que odiaba el contacto con mis abuelos lo
suficiente como para que les hubiese mantenido al margen de mi vida–. Oye, no
te voy a ir con rodeos, pero nos gustaría mucho a tu abuelo y a mí que te
vinieses unos días aquí. Tú ya me entiendes, al pueblo.
-¿A Huesca?
No sé… –la idea no me hizo mucho chiste estando las cosas como estaban e irme
lejos–. La verdad es que tengo cosas que hacer y ando mal de tiempo.
-¿Y eso es
más importante que tu familia? Déjate de tonterías y vente, Saúl. Sabes lo
mucho que le haría feliz a Santiago recuperar aquella relación que dejó con
aquel niño tan risueño y gentil de su nieto.
-Pero yo…
–era demasiado tarde para responder ya que me había colgado.
Enojado por
el compromiso, decidí que iba a pasar del tema. Mis abuelos eran agua pasada
desde hacía muchos años, ¿por qué ahora una aparición? Tenía varias respuestas
en mi cabeza pero prefería olvidarlas.
Hice un
recorrido por la casa, recogiendo algunos trastos, organizando así un poco el
ambiente. Aunque visto el desastre que reinaba, lo ideal hubiera sido contratar
a un asistente. Desgraciadamente, tenía que controlar los gastos ya que me
había tomado unos meses de permiso. Sé que andaba escaso de dinero pero, desde
la muerte de Laura, no estaba centrado en nada. En el cuarto de baño, me
enjuagué la cara para despejarme, observando mi aturdido rostro en el espejo mientras
no paraba de darle vueltas a la cabeza.
Habían
pasado un par de días, de mucha rutina, cuando salí a comprar unos libros que
había encargado. Durante el camino tuve que soportar el mal tiempo que hacía y
los pitidos de los coches, resonando por el motivo más tonto que había. Anduve
más para contemplar que el mundo era un infierno: la gente ordinaria hablando
en alto sobre sus problemas, los perros ladrando sueltos sin el control de sus
dueños –molestando por todas partes–, el continuo tráfico de coches, la falta
de respeto de los unos con los otros… Numerosos escándalos que daban ganas de
llorar por lo asfixiante que me resultaba convivir con ellos. Fue entonces,
cuando me di la vuelta hacia mi casa, respiré profundamente y preparé las
maletas para partir lejos del abismo.
No me
resultó cargante el transcurso del viaje hacia Huesca, ya que había puesto la
emisora de música y eso me relajaba. Conforme iba recorriendo los paisajes de
mi destino, pude apreciar el aire que desprendía la naturaleza –incompatible
con nada, un edén.
Cuando
llegué al pueblo, busqué un aparcamiento y me bajé del coche con las maletas.
Hasta ahora no había tenido problemas en el camino, pero me resultó imposible
acordarme de la casa de mis abuelos. Habían pasado quince años y algunas zonas
estaban modificadas. Decidí pedir ayuda a un hombre de aspecto meticuloso, que
estaba sentado en un banco del parque escribiendo. Le llamé pero me pidió
silencio. Yo esperé y cuando terminó de escribir unas palabras, se centró en
mí.
-Lo siento,
joven. Nunca debes de interrumpir al poeta cuando compone. Estos versos me
están constando la de Dios y… ¿Me ibas a preguntar algo, joven? –por fin
reconocía que se estaba yendo a las nubes.
-¿Sabe usted
donde viven Santiago Clemente y su esposa? Hace mucho que no vengo por aquí.
El hombre tardó
en responderme –otra pausa más debido al poema– y finalmente me dijo que no lo
sabía. Intenté olvidar lo extraño y molesto que había sido perder el tiempo con
él y seguí con mi camino, tirando calle abajo. En mi siguiente recorrido,
pregunté a una mujer mulata que tenía los dientes blancos como la nieve, que se
encontraba cantando canciones africanas mientras barría la entrada de su casa.
-¿Has visto
a la reina mora danzando al amanecer en el día San Chuan? –me preguntó con ojos
despiertos ignorando lo que le había dicho. Sin saber qué hacer, negué con la
cabeza– ¡Yo sí, la vi en las aguas del lago! ¡Era tan hermosa como me la había
imaginado en mis sueños!
La mujer
empezó a perderse en su mundo y fue imposible cortarla. Sin más remedio, me fui
a probar suerte a un grupo de personas que se encontraban en la entrada de la
iglesia. Nadie lo sabía después de muchas dudas y comentarios, aparte de que
estaban absortos en una charla de historia sobre el rey Jaime I y la campana de
Huesca… ¿Pero qué pasaba en este pueblo?
Abatido,
descansé apoyándome en la pared, maldiciendo en voz alta a mis abuelos.
Entonces, un niño, que rondaba por los alrededores me escuchó y se acercó a mí
diciendo que conocía al viejo Clemente. Justo cuando iba hablar, el bendito niño
echó a correr sonriendo. Sorprendido –aunque al mismo tiempo enojado– le seguí
calle abajo sin pausa. De vez en cuando, miraba hacia atrás sin parar de reírse
y yo advirtiéndole que se detuviera. Finalmente, llegamos a una plaza donde un
grupo de niños estaban sentados alrededor de un anciano. Me olvidé del chaval y
escuché la historia que les estaba contando.
-Así que os
podéis figurar, niños, mi asombro cuando vi a la Giganta de Riglos
inclinándose sobre las aguas para remojar sus dedos e hilvanar el cáñamo que
hila en el huso gigante del Pisón –todos no paraban de mirarle con emoción–. Yo
la saludé y, dulcemente, ella me devolvió el saludo y volvió a desaparecer tras
los Mallos de Riglos. Bueno, creo que por hoy hemos terminado. ¡Pero mañana
seguiremos con más! –les prometió.
Los niños se
levantaron, alborotados, y fue entonces cuando mi abuelo me vio sin dar crédito
a mi presencia.
-¡Por fin te
he encontrado! –exclamé satisfecho– Ya veo que te has convertido en un
cuentacuentos famoso.
-Para tu información,
joven ignorante, yo me dedico a contar las leyendas a las futuras generaciones
–me contestó ofendido.
-Tú y tus
malditas leyendas…
Así que no
había cambiado en nada durante estos largos años, seguía siendo el viejo
charlatán de siempre. Desde niño no había parado de contarme hasta la última
que se sabía y de repetírmelas día tras día, pero era un esfuerzo en vano ya
que había olvidado la mayoría de las leyendas. La verdad es que hubiera sido
más fácil que las escribiera en vez de usar el método oral, pues nuestra
memoria tiene una capacidad limitada para las cosas y tiende a olvidar otras. Santiago
empezó a marcharse sin mí, con el rostro serio, y yo no tuve más remedio que
seguirle.
-Por cierto,
¿qué pintas tú por aquí? –su pregunta me desconcertó.
-¡¿Qué?! ¿No
te lo ha dicho la abuela? Ella fue la que me lo pidió. Pensé que tú también lo
sabías. En fin…
No hablamos
mucho durante el recorrido. Nos paramos delante de una casa pintada de blanco,
con las ventanas del piso superior abiertas que mostraban unas coloridas
cortinas verdes. Entramos y percibí el olor a potaje que inundaba la estancia.
Mi abuela nos recibió con los brazos abiertos, diciendo que habíamos llegado a
tiempo para el almuerzo. Durante la comida, no paró de decirme lo mucho que me
parecía a mi padre –pues así, según mi abuelo, me reconoció después de tantos
años.
-Fue una
tristeza que tu madre y tú os fuerais del pueblo, con lo bien que se está –dijo
ella.
-Ya sabes
que Víctor –me referí a mi padrastro– no podía abandonar su trabajo en la
ciudad.
Mi abuelo se
mantuvo ajeno durante toda la conversación. Una vez que terminamos, me instalé
en una habitación libre para descansar. Mi abuela, me depositó en la mesilla
una jarra de agua mientras yo observaba un cuadro que tenía como título Encantarias. Se podía apreciar la vista
de unas hadas volando sobre un río.
-¡Oh! Veo
que te gusta –murmuró mi abuela–. Se lo compramos a una chica del pueblo:
Amanda –señaló el nombre que se encontraba firmado en la parte inferior del cuadro–.
Tiene un gran talento pintando, ¿no te parece?
-Sin duda
pero… ¿No os cansáis de usar las leyendas para todo? ¿Es que estáis ajenos a la
realidad?
-Que tu
abuelo no te oiga decir eso, Saúl –me advirtió.
Al poco
rato, se marchó y yo seguí amargado con mis problemas… Principalmente la
pérdida de Laura. Mi obsesión me llevó a soñar con ella. Estaba caminando por
una zona montañosa que me resultaba familiar, mientras repetía mi nombre.
Desperté con lágrimas en los ojos deseando haber permanecido más tiempo junto a
ella. No localicé a nadie en la casa, así que decidí dar una vuelta por el
pueblo.
Era una
tarde calurosa, los niños corrían cantando y los mayores hablaban en grupos.
¡Cuánta diferencia se notaba respecto a la ciudad!
Un sombrero
blanco voló hasta detenerse a mis pies. Lo recogí y apareció una joven de
cabellos rubios ondulados y vestido blanco corriendo en su busca. Respiró
aliviada cuando vio que yo lo tenía. Se lo entregué y me dio las gracias.
-¿Eres de
aquí? No recuerdo haberte visto nunca –dijo con voz aterciopelada mientras se
colocaba el sombrero.
-Sólo estoy
visitando a unos parientes, me iré en unas cuántas semanas… –ella asintió.
De repente,
salió corriendo, como acordándose de algo y yo, sin nada que hacer, la seguí.
Recogió, apurada, unos cuadros que había dejado en una esquina y entonces
reconocí aquellas pinturas de seres mágicos.
-¿Por
casualidad te llamas Amanda? Verás… Vi un cuadro tuyo en casa de mis abuelos y
bueno… pues eso… –me quedé cortado.
-¿Así que tú
eres el nieto de Santiago Clemente? Saúl es tu nombre –sonrió cargando con los
cuadros–. Tu abuelo es una de las personas más queridas de aquí. ¡Es
fantástico! –le sonreí para evitar contestar– Hoy tengo muchas cosas que hacer,
pero será un placer volver a verte.
Nos
despedimos y, justo cuando iba a regresar, me crucé con mi abuelo. Me informó
de que mi abuela estaba en casa de una vecina y que él iba a contemplar los
abetos. Le acompañé –ya que estaba demasiado lejos– a pesar de que no quería.
Lo hice porque temía por su seguridad y porque quería arreglar las cosas entre
nosotros. Así que aproveché el momento para contarle mis problemas, sobre todo
sobre Laura.
-Gracias,
muchacho, pero ya conocíamos esa parte tu abuela y yo –sus palabras me dejaron
perplejo, ¿había sido otra obra de mi madre?–. Por eso… estás aquí. Debes de
encontrar de nuevo tu camino o te perderás para siempre. Porque tú quieres
cambiar, ¿verdad?
Mi respuesta
tardó minutos, tiempo en el que reflexionaba sobre el tormento que había sido
mi vida desde la muerte de Laura, deseando en lo más profundo de mi corazón que
terminase. Sí, eso era: quería terminar ya con todo y vivir en paz. Querer ser
feliz aunque me costase. Miré sinceramente a mi abuelo, lleno de compasión, sin
poder expresar apenas las palabras adecuadas, tan sólo limitándome a decir:
-Sí, quiero
cambiar.
-Comprendo…
–suspiró contemplando el paisaje– Aún no eres lo suficientemente fuerte para
salvarte pero no te preocupes, yo te esperaré en aquél lugar.
-¿Qué es el
aquél lugar? –no entendí a lo que se refería con eso.
-Lo sabrás
cuando llegue el momento. ¿Qué tal si nos vamos ya?
Pasé en la
compañía de mi familia junto a otra gente del pueblo, tomando los paladares típicos
de la tierra de donde procedían unos pocos. Había gente de muy lejos que se
habían establecidos aquí, atraídos según ellos por la magia. Yo me divertía
escuchando las anécdotas de una pareja en su viaje realizando el camino de
Santiago, donde después de todo pudieron llegar a la iglesia de Santiago de
Compostela. Recuerdo que una vez fui a Galicia con mi madre y Víctor donde lo
pasé genial apuntando mi nombre en un muro de conchas, que según la gente los
atraía de nuevo en el retorno de la cuidad. Más o menos iba entendido de qué
iba la cosa en lo que significaba todo esto.
Una mañana
salí a pasear tranquilamente por un sendero, hasta que se avecinó un calor
insoportable. Mi abuela me había hablado sobre un lago, en el que corría un
agua fresca, que no estaba muy lejos de donde estaba yo y podría pasarme a
refrescar. Así que lo busqué y di con él al cabo de un rato, impresionado de lo
bello que resultaba junto a la flora del paisaje. Me agaché para mojar las
manos, cuando de pronto una silueta sumergió del agua. Estaba de espaldas a mí
un hermoso cuerpo femenino que dejaba apreciar sus curvas mientras se echaba
hacia atrás su larga cabellera. Refrescándose en el agua, nadó hasta que sintió
la presencia de algo y me vio sobresaltándose. Cortado, intenté explicarle la
situación mientras ella se cubría con sus manos y preguntaba por su ropa. Al no
ver nada, le respondí:
-Han debido
de ser los duendes del agua, traviesos como niños, los que han aprovechado tu
descuido para tramar de las suyas. Ahora tu ropa les pertenece –casi me costó
reconocer lo que había dicho yo mismo para calmarla.
-¿En serio
han sido unos duendes? –sonrió–. Sí, tal vez…
-A ellos les
gustan coleccionar todo tipo de cosas, y en su escondite tiene almacenado las
más exquisitas joyas del mundo y ropas de todo tipo de personaje y de distintas
épocas. Ha sido un descuido muy grande que los hubieras subestimado, no se les
escapa una para completar su colección. ¿Quién no desearía la prenda de una
joven artista como tú, Amanda?
-Nunca pensé que fueras tan divertido, Saúl. Es muy interesante tu información, pero
pásame algo de ropa que quiero salir.
Sin hablar
más, me quité la chaqueta y se la ofrecí dándome la vuelta. Justo cuando menos
me lo esperaba, me dio un beso en la mejilla y se fue perdiéndose a la vista.
Aturdido, le dije que me esperase pues temía perderme yo. Al día siguiente,
encontré en la puerta de mi hogar un cuadro con un paisaje del lago, donde una
mujer se bañaba y unos los duendes se apoderaban del vestido. Se titulaba: Los duendes del agua, firmado por
Amanda.
Es curioso
cómo la vida nos va ofreciendo situaciones donde menos pensaríamos estar.
¿Quién iba a decir que yo volvería a mis orígenes? Tanto que hice y tanto que
perdí.
Los días
fueron pasando y gracias a una de mis visitas a Amanda, pude apreciar el
significado de las leyendas para sus habitantes. Inspiraban a los artistas,
alegraban el corazón e ilusionaban a los niños otorgándoles una gran
imaginación. Nadie como mi abuelo deseaba más este mundo de utopía y por eso
iba, día tras día, a contar las leyendas a la plaza. Así era el viejo: cuando
se le metía algo en la cabeza, nadie podía quitárselo de encima. Mi abuela se
sintió satisfecha de su plan, pues nadie, más que ella, deseaba que
recuperásemos la relación.
A pesar de
que iba estando mejor, mis sueños con Laura llamándome, no cesaban. Fue
entonces, en el último, donde pude ver que estaba en el Pirineo… Sabía que era
una locura, pero tenía que ir hacia allí. Tenía que despejar mis dudas y
olvidarla, pues si no lo hacía nunca podría estar en paz conmigo mismo. Al
amanecer, cogí mi coche –dejando antes una nota a mi familia– y emprendí el
largo viaje gracias a la guía de un mapa.
Nada más
salir del coche, sentí el viento fresco y los recuerdos de mi niñez de haber
recorrido el lugar hasta una colina. En la cima, pude escuchar la voz de Laura
igual que cuando escuché la voz de mi padre. Me indicó que avanzase, hasta
llegar a un precipicio, donde numerosas voces hablaban al mismo tiempo. Un
fuerte dolor de cabeza se apoderó de mí y entonces, sólo la voz de Laura,
gobernó entre todas. Saúl ven… –susurró.
-¡Detente,
Saúl! –la voz de mi abuelo sonó por detrás de mí y vi que se hallaba junto a
Amanda, con una expresión severa–. ¡Gracias a Dios, hemos podido llegar a
tiempo! Sabía que tu destino te conduciría hasta aquí, sólo era cuestión de
tiempo… Ignora las voces, hijo, pues sólo te conducirán al abismo. ¡Recuerda
quién eres!
Pero la voz
de Laura me abatía por dentro. Había deseado de todo corazón olvidarla y seguir
con mi vida como si nunca hubiera existido, pero su presencia en mis recuerdos
se hacía insoportable. Quería estar con ella, reunirme donde se encontraba…
Estaba dispuesto a abandonarlo todo pues no era lo suficientemente fuerte para
esta vida. En silencio me despedí de mis seres queridos y perdí la mirada en el
precipicio. Las voces iban haciéndose más fuertes en mi cabeza pero justo
cuando iba a hacer el impulso por lanzarme, dos manos me abrazaron con ternura
por detrás: era Amanda llorando. Con el calor de su amor frenó mis movimientos
y entonces, escuché por última vez la voz de Laura: Sé feliz…
Pasaron un
par de días, hasta que desaparecieron las cicatrices de mi alma. Comencé una
nueva vida en el pueblo, compartiendo, junto a sus habitantes, leyendas nuevas
pues ellas me devolvieron la esencia de vivir.
Porque nadie
puede destruir lo que es inmortal.
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