No era el silencio de aquella noche lo que más le asustaba ni
el olvido de su nombre, que con el paso del tiempo se había desvanecido de su
mente constantemente. Encerrada en su habitación, tendida en la cama, se
levantó angustiada. ¿Cuántas horas quedaban más para que amaneciera? Observando
el reloj de la mesilla se dio cuenta de que eran las tres… Tan sólo las tres.
¡Cómo se nota cuando el tiempo va lento para
una al aburrirse!
Después contempló el
marco de fotos que tenía al lado. Se trataba de una fotografía donde salía ella
con dos alegres niñas de su edad y un adulto –que se podría decir que le
costaba bastante fijar una sonrisa en sus labios. En la esquina derecha estaba
firmada una dedicatoria, la cual ponía: te
queremos mucho Remedios.
Recapacitando su
nombre, se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Se llamaba Remedios… Remedios
Requena. La foto había sido tomada no hace mucho y ella lucía un precioso
vestido azul de seda, zapatos de charol y una diadema plateada sobre sus
rebeldes rizos. Su madre le había comprado ese vestido cuando estuvo de viaje
por Francia aunque sólo se lo puso una vez. Con las constantes mudanzas que
había realizado en las últimas semanas, gran parte de los objetos valiosos de
Remedios no pudieron ser trasladados.
Después de
comprobar que la puerta estaba bien cerrada, dio dos o tres vueltas para
entretenerse en su prisión pero a la siguiente ya se cansó. Dirigiéndose a las
puertas del balcón, las abrió para que entrase el aire y así ventilase el
lugar. Nada más hacerlo, pudo sentir el fresco en su rostro como las suaves y
relajantes acaricias que extrañaban su corazón. Observó que podía escaparse
atando una sábana a los barrotes y bajar la cuesta con facilidad pues sólo se
encontraba en una segunda planta. Su espíritu por la aventura era inmenso y no
dudó en ponerse manos a la obra.
Intentó no mirar a
bajo mientras descendía por la sábana hasta llegar al suelo. Estaba descalza,
sintiéndolo frío y clavándose las pequeñas piedras, sin embargo le daba igual.
Caminó sin rumbo bajo la luz de la luna cantando las canciones que le enseñó su
abuela sobre mitos griegos. Entre sus favoritos destacaba La araña Aracne. Remedios lo iba cantando felizmente por las
oscuras calles ignorando cualquier peligro:
Llora Aracne en lo más profundo de su
ser
tejiendo eternamente con sus ocho
patas
y recordando lo buena hilandera que
fue.
De repente pisó un
papel mojado donde pudo distinguir el intento que hizo una persona por escribir
unas palabras, pues la letra era dificultosa de elaborar. A su frente, miles de
hojas volaban mostrando un camino misterioso para Remedios. Extrañada, lo
siguió observando en cada hoja que atrapaba determinantes y palabras sueltas
despertando cada vez más su curiosidad. En las últimas hojas, las cuales
permanecían en blanco, fue una señal de que se encontraba cerca de su destino…
Y así llegó al callejón.
Remedios se
sorprendió al encontrar a un hombre con el rostro descuidado por una larga
barba, vestido con harapos y sin zapatos –dejando a la vista unos pies
malheridos. El extraño se concentraba en escribir costosamente, sirviéndole de
soporte la tapa de un cubo de basura, lo que al parecer era una carta debido a
las frases que recitaba.
-¡Hola! –saludó
ella interesada, sonando su eco por toda la zona pero el hombre no la saludó,
ni siquiera la miró–. ¿Se puede saber qué haces?
Pero nada.
Reconociendo que sus preguntas iban a seguir sin respuestas, se acercó a él y
vio la lentitud en que escribía un simple pronombre personal. Nervioso por su
presencia, tiró el folio y se quedó de brazos cruzados. Su mirada estaba
apartada de ella, hasta que pasados unos segundos se dispuso a hablar con
frustración.
-¿Qué pinta una
persona como tú aquí? ¿Es que acaso no sabes que caminar sola a estas horas de
la noche es peligroso? –dijo frunciendo el ceño.
-Sé cuidarme
solita… –se defendió Remedios–. Me gustaría saber qué es lo que haces
malgastando tantas hojas y por qué estás aquí también.
-¡Mira que eres
inocente! ¿Es que no es obvia mi condición? –soltó una pequeña risa–. Yo vivo
en todos los lugares en los que te puedas imaginar, y si estoy malgastando los
folios, sin ser ese mi cometido pues no sé apenas escribir, los he pagado yo
con mi dinero aunque te cueste creértelo.
-¿Y en qué trabajas
para ganar dinero?
Sin responder
inmediatamente el hombre, le dijo que apartara una sucia manta que cubría un
carro de la compra a su alrededor. Allí mismo, Remedios descubrió varios
cuadros con diferentes estilos que llegaban a la altura de las grandes obras
que veía en los libros de arte.
-¡Vaya!... ¿Cómo es
posible que una persona no sepa escribir y aún así dibujar tan bien como los
grandes pintores? –preguntó sin salir de su asombro.
-¿Cómo es posible
el qué? –se levantó del suelo y los volvió a cubrir–. ¿No puede un escritor no
saber dibujar? ¿O no saber una persona escribir ni dibujar? No todo el mundo
puede saberlo todo pero es bonito que en nuestra unión aportemos cada uno
nuestras cualidades para dar a luz la verdad. Estos cuadros… por muy buenos que
te parezcan sólo me dan lo justo para sobrevivir, como bien mencionaste antes
sobre los grandes pintores –rió.
-Pues a mí no me
parece justo… –Remedios no entendió al hombre.
-¿Y quién dice que
la vida sea justa? Para que haya justicia primero tiene que haber una sociedad
justa donde los gobernantes sean los sabios y halla un acuerdo entre el resto
de los rangos donde, formando una gran cooperación, dará lugar al estado
perfecto. No sé si me entenderás muy bien…
Efectivamente,
Remedios no volvió a entender al hombre, que cansado, se arrinconó en una
esquina y se tapó bien con su abrigo suspirando. Ella, viendo que necesitaba
descansar en las pocas horas que faltaban para que amaneciera, se marchó del
callejón y tomó el camino de vuelta hacia su hogar.
Cuando llegó, vio
que las sábanas que había utilizado para bajar, alguien las había quitado del
balcón. Sin alarmarse, recordó que siempre podría entrar por la puerta
principal, y así lo hizo cuando de repente la puerta se abrió antes de que ella
llamase. Una mujer con cara de pocos amigos la recibió mostrando una falsa
sonrisa. Remedios no la conocía.
-¡Señor Hugo, está
aquí! –gritó a voces mientras la cogía con fuerza del brazo y la obligaba a
entrar dentro–. ¡Pero mira cómo vienes! ¡Eres una desvergonzada a tu edad hacer
estas locuras! ¿Es que no te das cuentas el peligro que podías haber pasado?
–la mujer con cara de pocos amigos le restregó las sábanas que había utilizado
para escapar–. Sin duda eres un caso perdido… ¡Dios, cuánto estrés!
La charla pudo ser
interrumpida al presentarse, bajando las escaleras, un hombre, fino y vestido
de chaqueta. Remedios lo reconoció por la foto de su dormitorio y supo que
podría estar tranquila, pues se trataba de un familiar. Aún así imaginó que no
era suficiente aquello como para librarla de las miles de broncas que le
esperaban.
-Angustias, puedes
retirarte –dijo él con la mirada fija en Remedios.
Acto seguido,
cuando se fue aquella horrorosa mujer, el hombre abrazó con todas sus fuerzas a
Remedios, preguntándole el por qué de sus locuras... que si no pensaba en ella
que pensase en su familia.
-Yo… –dijo con un
hilo de voz arrepentida un poco de sus actos– no quería preocupar a nadie, tan
sólo quería divertirme un poquito.
-Mira, Remedios, sé
lo mal que lo estás pasando con la mudanza y todo lo demás pero ya verás como
te acostumbras… Y también a Angustias que es nuestra nueva cuidadora. Pero para
que las cosas salgan bien necesito que te comportes como tal y seas madura. ¡Yo
no puedo estar siempre pendiente de ti y con el trabajo encima! Es una gran
carga que llevo que me ha supuesto un gran sacrificio si es que no querías...
-¡Un momento! –se
enojó apartándose de su lado–. ¿Acaso has olvidado que sólo soy una niña para
entender sobre toda esa responsabilidad de la que me hablas? ¡Qué forma tan
rara y amargada tenéis los adultos de pensar!
-Remedios…
Sin querer oír más,
subió las escaleras y buscó su habitación donde se encerró pasando las horas en
la cama. Se fijó que cuando quiso tomar un poco de aire fresco por el balcón,
éste lo habían cerrado. Desilusionada, vio que lo único que podía hacer era
colocar una silla a su lado y mirar los grandes árboles verdes. Remedios
Requena pesó en muchas cosas, en especial en el extraño personaje del vagabundo
que intentaba escribir una carta… ¿Habría conseguido ya su propósito? ¿O
seguiría desperdiciando hojas que viajaban sin fin?
A la hora del
almuerzo, Angustias, la llamó para que bajase a la cocina. Su plato consistía
en unas simples verduras que, cuando Remedios fue a echar la sal para darle
algo de más sabor, la mujer se la arrebató prohibiéndosela. Sin querer buscarse
más problemas de los que tenía, no rechistó. La casa, la cual era muy grande,
quedaba en un profundo silencio con los pocos habitantes que la rondaban por la
tarde. La ausencia del señor Hugo era una de las mayores debido a que se
quedaba trabajando hasta la noche en su despacho. Pocas cosas despertaban el
interés a Remedios, que lo único que deseaba era salir a la calle en busca de
experiencias. Así pues, aprovechaba todo momento en el que Angustias salía a
comprar para acompañarla.
-Ante todo no te
separes de mí y pórtate bien –le repetía.
Pero siempre se
salía con la suya y la podía despistar durante unos minutos en cuanto se
pasaban por el bingo. Aquella zona de juegos donde la gente, ante todo mayor,
desperdiciaba el dinero en divertirse estúpidamente ante una máquina, era algo
que sacaba de quicio a Remedios. Sus vidas eran consumidas y ellos ni siquiera se
daban cuenta. Angustias no era ni mucho menos una mujer mayor, rondaría cerca
de los cuarenta, y ya era víctima del fenómeno. Estaba tan enganchada, que
todos los días, se tenía que pasar a hacer un par de partidas. Remedios ya es
que la tenía que mirar con compasión, al igual que los rostros marchitos de los
demás.
Pobres almas en pena que no saben vivir…
Escapando del
martirio, solía ir al callejón donde residía Felipe, el vagabundo, aunque bien
conocido como el escritor de las cartas infelices. Remedios pudo volver a
entablar relación con este personaje, en las tardes en las que Angustias se
quedaba en el bingo, donde disfrutaba de su compañía.
Mil era las cosas
de las que hablaban y de las más sorprendentes era el pasado de Felipe. Había
estado enamorado toda su vida de una chica de su plazoleta, la cual nunca pudo
declararse al cambiarse de ciudad. Después fueron las etapas oscuras con las
drogas las que le hizo caer en la miseria, dejándolo en la calle sin el apoyo
de su familia. Vagando solo, supo que no tenía aún nada perdido: tenía el
recuerdo de ella. Así que decidió escribirle una carta retomando sus
sentimientos, aunque este proceso le llevó años.
-¿Pero sabes dónde
está? –Remedios no estaba muy segura de que él lo supiera.
-Han pasado ya muchos
años… La verdad es que dudo de que siga en el mismo sitio.
Una ilusión era
para él escribir aquellas cartas sin acabar.
Cierta mañana,
Remedios Requena se lo encontró en la entrada del centro comercial cuando iba
con Angustias. Estaba llorando como un niño repitiendo una y otra vez lo
injusto que había sido el tiempo con él. Apenas pudo acercarse a consolarle al
ver la cara de horror que ponía Angustias y supo que si lo hacía se lo
impediría a la fuerza. Tan sólo pudo mirarle ahí abandonando la única ilusión
que le mantenía día a día.
Reflexionando en su
casa, ideó una manera de darle ánimos. ¿Pero qué podía hacer? No sabía nada
acerca de esa chica. Aún así no tenía sentido darse por vencida pues Felipe la
necesitaba.
El señor Hugo la
observó preocupado por su estado ausente en el sofá, y le preguntó que quería
algo que iba a salir. Ella iba a decir que no pero entonces se le ocurrió algo.
-¡Compra muchos
globos de todos los colores!
-Está bien… –ni
siquiera le preguntó el motivo si eso la hacía feliz.
Felipe llegaba a su
callejón después de haber conseguido pillar algo de comida. Encontró un globo
de color amarillo con una nota inscrita y viendo que nadie más había, excepto
él, se acercó y reconoció su caligrafía. Era una de las cartas que había
intentando escribirle a su amor.
QuErIdA mIa… Yo SiEmPrE… tE hE qUeRiDo… MuChO
Sin entender lo que
significaba todo eso, se tumbó para descansar cuando se dio cuenta de que había
más globos elevándose en el cielo. Creyendo que se estaba volviendo loco, salió
para verlos y estar seguro de que su vista no le fallaba. Un gran número de
ellos llevaban más mensajes con sus cartas ascendiendo en su viaje. Contento de
alegría, corrió por las calles sin apartar la mirada del fenómeno. Brincó y
cantó de satisfacción sin importarle que la gente lo mirase como un loco.
A la mañana
siguiente, Remedios se escapó de su hogar para visitar a su amigo. Tenía ganas
de saber cómo se había tomado su regalo que con tanta dedicación se había
propuesto. Justo cuando llegó, no lo vio en el lugar donde solía estar, pero lo
encontró en la siguiente calle llevando a cuestas un saco.
-Hola, Remedios…
–su estado era favorable y esbozaba una gran sonrisa– Quiero decirte que me voy
a ir lejos, aquí ya no tengo mucho que hacer y me gustaría ver más mundo, como
aquellos globos. Muchas gracias por todo.
-Te echaré de
menos. Espero que disfrutes de tu viaje y tengas suerte.
Ambos se miraron
por última vez, seriamente, hasta que Felipe soltó una carcajada y se fue.
Remedios volvió a su casa cuando se cruzó con una niña saliendo. De alguna
manera le resultaba familiar y recapacitó hasta que dio con el retrato que
había en su habitación. Era la niña que salía junto a ella… ¿Cómo se llamaba?
El señor Hugo apareció tras sí con una mochila infantil.
-La próxima vez no
seas tan despistada con tus cosas, Sonia –le dijo mientras le ponía la mochila
y le acarició con ternura el pelo–. ¡Ah! Remedios, con que estás aquí. Voy a
llevar a Sonia al colegio, será mejor que entres dentro.
-¿Es que yo no voy
también?
-Entra dentro, hace
frío. Nos vemos en el almuerzo.
La niña le echó una
rápida mirada cuando se iban pero sin decir nada. Remedios notó que se estaba
levantando viento y entró en casa. Sin entender a qué había venido la respuesta
del señor Hugo, se entretuvo en ver la televisión pero por alguna razón no
podía distinguir bien las imágenes y la apagó. Aburrida, quiso salir a dar un
paseo pero Angustias se lo impidió hasta que el señor Hugo regresara. Sin darse
por vencida, le insistió la ilusión que le haría y consiguió convencerla aunque
fuese sólo un rato.
Anduvieron hasta
descansar en el banco de una plaza. Allí, vieron a un payaso haciendo reír a
unos cuantos niños. Animada, Remedios se acercó también. Le gustaba mucho los
payasos vestidos siempre con colores alegres, su nariz redonda roja y el
maquillaje. Éste en especial, no llevaba puesto uno que le gustase mucho al ser
tan apenado.
-¿Por qué no te
pintas más alegre? –le dijo.
-¿Quién te dice que
los payasos no estén tristes de vez en cuando? La sociedad no para de
demostrarnos que tenemos que llevar puesta siempre una máscara feliz. Resulta
penoso, ¿sabes?
Remedios no dijo
nada. Pensó que vida ya era demasiado apagada si no habían otros que la
encendiesen para animarla. Los payasos eran la alegría de mucha gente y, que
faltasen a su deber, era poner en marcha un caos. Siguió mirándolo un poco más,
hasta que apareció otro niño con un gorro y pareció que empezó a actuar con más
armonía. En unos minutos, una mujer vino a recogerlo y el payaso dio por
terminada su actuación, a pesar de las quejas de los demás.
Angustias se pasó
todo el camino comiendo pipas e ignorando la compañía de Remedios. Ella intentó
sacarle conversación con el tema del payaso pero no pareció llamarle mucho la
atención. Una vez en casa, el señor Hugo las saludó diciéndoles de ir a cenar a
un restaurante. Ansiosas, fueron a uno que tenía muy buena fama y allí pasaron
el rato. Remedios, aburrida al haber terminado mucho antes, pidió si podía
acercarse a la barra a por un helado.
-Puedes ir.
-¡Pero señor! –se
quejó Angustias enojándola un poco.
-Déjala esta noche,
no estropees la velada –luego la miró a ella sonriendo–. Adelante.
Remedios fue a la
barra donde al dirigirse al camarero se sorprendió de que fuera el payaso que
se encontró en el parque. Le costó reconocerlo sin el maquillaje pero estaba
segura de que se trataba de él.
-¡Eres el payaso!
–él le pidió que bajase su tono de voz–. ¿Qué haces aquí?
-Resulta de que
trabajo aquí –respondió molesto.
-¿Haces los dos
oficios a la vez? ¡Qué cansancio debe de ser!
-Sí, pero es lo que
debo de hacer aunque se me de mal… –no entendió la idea principal pues vio
mucha incoherencia en su frase–. Creo que he hablado más de la cuenta. ¿Vas a
pedirte algo?
-Un helado de
chocolate, por favor.
Aquél hombre le
transmitía a Remedios un mar de dudas. Le resultada misterioso y fascinante,
por ese motivo fue frecuentando el parque. La mayoría de sus actuaciones no
eran de un gran talento pero llegaba un momento en que sí para luego terminar,
se podría decir que Remedios sospechaba que se lo guardaba todo para el final
pero, poco a poco, fue viendo que sus
grandes momentos se debían a la visita de aquél niño de la gorra. Como
averiguó, las veces que solía estar eran las veces cuando coincidía con sus
números. Resuelto el misterio, decidió acercarse un día cuando dio finalizado
su trabajo y se le acercó para conversar del tema.
-¿Se puede saber
qué quieres? ¿No ves que estoy cansado de tanto trabajar? Tengo que volver al
restaurante dentro de media hora y tengo el tiempo muy justo. Si vuelvo a
llegar tarde mi jefe me despedirá.
-Haces este
trabajo, sin que sea lo tuyo, sólo para hacer unos pocos de números buenos para
luego arriesgarte a salir pitando para no perder tu empleo. Muy interesante.
-¡No te entrometas
en mi vida! –exclamó.
-Verás… No quería
que pensases mal. Yo lo único que quiero es poder ayudar.
-¿Así que eso es?
¿Por qué no te preocupas más por tu vida que seguro que es igual de pesada que
la mía? No me molestes más, debo de ir a trabajar.
Y dicho esto, se
fue apurado a su trabajo. Pasaron tres días cuando volviendo al mismo
restaurante, Remedios se fijó que ya no estaba allí. Había desaparecido por un
tiempo también en el parque. Desde entonces lo visitó poco aunque, la última
que estuvo, tuvo un encuentro con el niño de la gorra que se apenó al no verlo.
-¿Tú también estás
triste? –le preguntó a ella y afirmó con la cabeza–. A mí me encantan los
payasos, son muy divertidos aunque este sea algo patoso pero me encanta… Me
hace reír mucho y eso hace que me olvide de los tratamientos médicos, no es
agradable estar visitando el hospital donde no paran de tomarme muestras y
hablar de cosas que no entiendo. ¡Bueno, me voy con mi madre! Espero que el
señor payaso regrese algún día.
El niño corrió
cayéndose el gorro y revelando su cabeza desnuda ante la compasión de Remedios.
Iba a recogérselo cuando la madre se adelantó y se lo volvió a colocar cansada
y alentándole que fuese más cuidadoso. Observó la escena apenada, imaginando lo
mal que había tenido que sufrir el niño al pasar por innumerables controles
médicos y estando solo.
No pasó mucho,
cuando lo volvió a encontrarse con el hombre sentado en las escaleras del
museo. Tenía muy mala cara con unas grandes ojeras y la mirada perdida.
Preocupada, se acercó a él e inmediatamente empezó a contarle sus penas.
-Me despidieron del
restaurante… Tranquila, no fue culpa tuya, ya ellos estaban cansados de mi bajo
rendimiento en el servicio. Nunca fue lo mío, la verdad. Pero eso no significa
que todo esté perdido, no señor. Sé que en esta vida he perdido muchas cosas
pero aún tengo que seguir hacia delante por Joshua.
-¿Quién es Joshua?
–preguntó Remedios.
-Es mi hijo… Y está
enfermo –dos lágrimas cayeron de sus ojos sin poder evitar apenarse aún más,
Remedios, que se había sentado a su lado, le consoló apoyando la mano en su
hombro en profundo silencio hasta que pudo volver a continuar–. Perdí la
custodia en el juicio y mi ex mujer no me dejó volverlo a ver, pero yo quería a
mi hijo y no iba a renunciar tan fácilmente a él, aún menos por su enfermedad
de cáncer, así que me dispuse a verlo en sus visitas en el parque. Pensé… –rió
tristemente mientras volvía hacer otra pausa–. Yo pensé que si me convertía en
un personaje, que nadie pudiera reconocerme y divertido, podría devolverle la
sonrisa a sus labios. Joshua ya vive una vida bastante dura con los
tratamientos para lo pequeño que es. Yo… ¡Yo quería ser un buen padre!
El hombre lloró en
el regazo de Remedios, que se mantenía en su posición armándose de valor ante
la situación para mandarle ánimos. En lo más profundo se su corazón, Remedios
pudo entender lo que era sacrificarse por un hijo hasta dar la última gota de
sangre por él.
-Eres un buen
padre… Has estado siempre con Joshua y nunca has faltado a ninguna de tus citas
en el parque, arriesgando perder tu trabajo y vida de ser descubierto. Yo
apenas tengo recuerdos de mis padres, ellos siempre se encuentran viajando por
cuestiones de trabajo y cuando más los he necesitado, no estaban… Al igual que
ahora.
-Lo siento…
–suspiró.
-No te preocupes
por mí, soy una persona muy fuerte –sonrió aunque le costó creer en sus
palabras como otras veces–. La cuestión ahora es tu hijo y tú. ¡Debes de seguir
estando a su lado! Te aseguro que él cree en ti y es feliz en los momentos en
que tú estás… ¿Vas a abandonar tan fácilmente?
El hombre tardó en
responder, cuando al cabo de unos minutos se puso en pie y miró a Remedios.
Acto seguido, dio unos pasos hacia delante y soltó una carcajada.
-Cierto… –dijo–.
¡He de seguir luchando por Joshua! No le quitaré la poca felicidad que le
proporciona mis ridículas actuaciones. Gracias por pararte ha hablar con este
gran estúpido, me llamo Lucas, por cierto… ¿Lucas? ¡No! ¡Soy Lucas, el payaso!
Remedios compartió
su alegría en el poco tiempo que pudo estar hasta que se despidieron. Al día
siguiente lo volvió a ver actuar en el parque. Joshua reía con ese simpático
personaje de payaso, que nunca sabría que se trataba en realidad de su padre.
La madre se paseaba mientras con otras mujeres, vigilando a su hijo y mirando
cada instante el reloj para irse al médico, a seguir estando con los infinitos
tratamientos y su mundo de soledad.
Regresando a casa
volvió a ver a otra niña en la puerta de su casa. Llevaba un ramo de margaritas
arrancadas que no tardó en ofrecérselas a Remedios con timidez.
-Y esto… para que
te pongas buena…
Antes de que pudiera responder algo, Angustias
apareció para llevarse a la niña enseguida.
-¡Oh, Ana! ¿No te
dije que me esperaras dentro de la casa? ¡Eres igual que tu hermana! ¿Es que
queréis acabar con la paciencia de todo el mundo? Remedios, entra dentro. Esos
paseos tuyos sin permiso harán que cualquier día el señor Hugo se enfade.
¡Entra! –le ordenó y sin provocarla más lo hizo enseguida–. ¡Y tú, Ana! Vamos
al coche.
El ramo de
margaritas lo puso con agua en un jarrón de su habitación. Sentada lo estuvo
contemplando durante horas intentando recordar en qué momento le resultaba
familiar aquel olor, aquella gente… Sin logar ninguna respuesta, lo dio por
imposible y bajó hacia la cocina donde se encontró con el señor Hugo leyendo un
periódico. Se saludaron y Remedios se dirigió al frigorífico para echarse un
vaso de leche, cuando mientras lo hacía, un pequeño fragmento de su memoria se
vino en mente donde podía recordar un funeral… Un triste funeral que le llegó
al corazón, donde un ramo de margaritas sobresalía de todas las rosas que
habían ya colocados sobre la tumba. Asustada, derramó la leche llamando la
atención del señor Hugo. Preocupado, intentó encargarse de la situación pero
Remedios quiso estar sola y, llorando, se dirigió a su cuarto. Allí se tumbó en
su cama buscando entre las mantas un pequeño refugio. ¿De quién era esa tumba?
¿Por qué estaba ella presente?... Pero Remedios no tenía respuestas salvo el
silencio.
Pasaron un par
de minutos cuando escuchó las voces del señor Hugo y Angustias discutiendo. Sin
que se dieran cuenta de su presencia, bajó a ver de qué se trataba.
-¡Te lo vuelvo
a repetir: esto tiene que acabar! –dijo una Angustias sofocada–. Ella no debe
de permanecer más tiempo en esta casa ni en ninguna otra… Tú ya sabes a lo que
me refiero, pero no quieres verlo… ¡Dios! ¿Es qué no piensas en tu familia?
¡Piensa en Sonia y Ana! Debes de comprender que ellas también quieren estar con
su padre y…
-¡Basta!
–repuso el señor Hugo–. Yo ya sé lo que tengo que hacer pero tú no estás en mi
lugar para comprenderlo, no es nada fácil tomar esta decisión. Yo aprecio mucho
a Remedios como para darle esa vida, debe de haber más opciones.
-¡Opciones! No
creas que vas a contar conmigo por mucho tiempo, como persona tengo un límite.
Si te niegas en aceptar la realidad, lo irás pagando muy caro. Es ridículo este
sufrimiento que cargas por ella, sabes que cualquier día no podrás más.
-Bueno…
Mientras tanto sigamos hacia delante a ver cómo transcurren las cosas, ¿no?
Supongo que tampoco podemos perder la esperanza.
Remedios se
retiró de la escena y sin querer saber nada más, pues bastante tenía ya. Lo
único que pudo entender, más o menos, es de que por alguna razón era una carga
para la familia. Recordando a Lucas, el payaso, cuando pasaron por el parque en
coche, le hizo una pregunta al señor Hugo que le costó la misma vida pronunciar
por temor. Le preguntó por sus padres y por qué no estaban con ella, a lo que
él tardó en responder al centrar su atención en el semáforo.
-Eso es algo
que no debe de preocuparte, mientras estés con nosotros no tienes por qué
sentirte sola –le sonrió desde el asiento aunque ella no se sintió muy
conforme.
-¿Y quién sois
vosotros? Nunca lo he tenido muy claro.
-Somos una
familia. Una familia que intenta mantenerse unida, aunque nunca es fácil.
-Una familia…
Observando que
tenía que echar gasolina, paró en una gasolinera donde Remedios permaneció
dentro del coche, aguardándolo, mientras iba a por cambio. Aburrida, se pudo a
mirar a una mujer joven que había alrededor. Estaba demasiado pintada, vestida
marcando sus atributos sexuales y caminaba descalza, con gestos de molestia en
los pies, llevando en la mano sus tacones de aguja. Fijándose en Remedios, se
acercó y preguntó de que si tenía dinero para un paquete de cigarros. Apurada,
registró sus bolsillos pero sólo logró encontrar unos chicles que le ofreció
igualmente. Quejándose, lo aceptó de mala manera y cuando parecía que iba a
irse, retrocedió para hablar.
-¿Sabes una
cosa, amiga? El trabajo que hago es muy duro para que después a una le den una
miseria de dinero que ni siquiera puede cubrir un vestido bonito. Acabo siempre
reventada y nunca tengo tiempo después para mis cosas.
-¿Cosas? ¿Qué
te gusta hacer?
-Me gusta hacer
figuras con todo tipo de material, siempre se me ha dado bien desde niña, pero
hace meses que carezco de material y ya estoy perdiendo el ritmo.
-¡Remedios!
–gritó el señor Hugo en cuanto las vio–. ¿Se puede saber con quién hablas?
-Bueno, será
mejor que me vaya, no creo que le guste mucho… Adiós, amiga. ¡Ah! Me llamo
Rosa, así que si conoces a algún amigo o alguien que esté interesado en
contactar conmigo, que no dude en buscarme por aquí. ¡Recuerda: estoy abierta
las veinticuatro horas de día!
Salió corriendo
antes de que el señor Hugo llegase y regañase a Remedios por hablar con una
cualquiera que podía haberle hecho daño, aunque ella no lo vio así al ver tan
sólo a una mujer que buscaba un poco de compañía para conversar. A pesar de la
bronca por su seguridad, era el único miembro con el que se sentía bien de la
casa. El señor Hugo era un hombre muy comprensible y amable con el que conseguía
relacionarse. Su interés por el bienestar de ella la reconfortaba en su soledad
e incluso podía llegar a ser una persona divertida con tal de animarla.
Una noche de
lluvia, el agua azotaba las ventanas ocasionando un ruido insufrible para
Remedios y, sin poder soportarlo más, decidió levantarse y se dirigió hacia el
salón para entretenerse. Allí sintió frío, cubriéndose con las manos, al estar
una de las ventanas abiertas pero no se interesó por cerrarla, sino en la
mecedora que se balanceaba recordándole varios sentimientos. Ella estuvo en
algún tiempo allí sentada en sus días de tristeza… El motivo fue tan fuerte que
acabó con su mundo, hundiéndose en penas y lágrimas. Intentó pensar en más
cosas pero no pudo o tal vez fuese que no quería hacerlo, pues su corazón se
aceleraba de terror.
Sonia y Ana,
las niñas con las que se encontró Remedios, e hijas del señor Hugo, vinieron
una tarde trayendo una cesta de frutas. Iban a quedarse a merendar y después
con las mismas se irían. Armaron un gran jaleo por el mando del televisor hasta
que vino Angustias y consiguió callarlas. Remedios, decidió salir de su cuarto,
en el que había permanecido por sentirse mal con el estómago, y pasar el rato
con ellas pero estaban tan embobadas con la televisión que se sintió igual de
sola. Observando la mesa donde estaba depositado un plato de cerezas, la visión
de la silueta de una joven comiéndolas y colocándoselas de pendientes como
juego le vino a la mente. De alguna manera sintió que había ocurrido de verdad
pero su pasado era algo que estaba a la afuera de su alcance.
-¡Hey! Mira…
–la despertó de su mundo Sonia para que la viese con dos pares de cerezas en
cada oreja– ¿Me quedan bien? ¡Es muy divertido!
No le gustaba
la sensación que le produjo eso pero el ver a la niña tan feliz, la hizo
relajarse y olvidarse del tema. Aquella noche soñó con la joven de las cerezas,
reía y repetía su nombre alegre mientras no paraba de correr. Volvió a soñar
con ella la siguiente noche, esta vez recortando flores de papel que luego
ajuntó en un ramo. Remedios siempre acababa desconcertada cuando despertaba al
no saber realmente si esa joven la conocía o no, siendo sólo un producto de su
imaginación, pero aún así prefirió ignorarlo ya que entonces acabaría loca.
Un día
acompañando a Angustias a sacar dinero, vio a la mujer de la gasolinera, Rosa,
montada en el coche de un hombre mayor al que no paraba de acariciar y susurrar
palabras entre risas. El hombre se entretuvo en encender un cigarro, momento en
el que pudo ver la expresión de ella apagada y triste; sus miradas se cruzaron
transmitiéndole todo su sufrimiento y cómo dos lágrimas caían de sus ojos
esparciendo su maquillaje. El coche arrancó en cuanto el semáforo se puso en
verde y Remedios siguió su camino.
El señor Hugo
se ausentó toda la tarde por cuestiones de trabajo. Sonia y Ana jugaban en el
jardín mientras Remedios intentaba hacer un crucigrama por aburrimiento. Los
recuerdos le martirizaban la cabeza cuando pensaba en la joven de sus sueños.
Angustias pasó por su lado fijándose en cómo lo hacía cuando le dijo que lo
estaba haciendo mal.
-¿Y por qué
escribes siempre el mismo nombre? Esto no es lo tuyo.
Sin darse
cuenta había puesto el nombre de Anabel
en todos los cuadritos, sobre escribiéndolos en los que no cabían como una
obsesionada. Asustada, dejó el bolígrafo viendo como aquél nombre cobraba
dominio sobre ella… ¿Quién era Anabel? El ardor que sentía por dentro por saber
la verdad cada vez era más fuerte, pero también más temeroso si esa verdad
pudiese acabar con ella. No durmió por la noche por miedo a soñar, y cuando
amaneció, salió a escondidas de la casa para despejarse del ambiente, aún
sabiendo las consecuencias que pagaría. En el jardín se encontró los juguetes
de Sonia y Ana, esparcidos de ayer, más unas figuras de animales con plastilina
que habían hecho; Remedios observó que aún quedaba un paquete sin abrir y se lo
guardó en el bolsillo por si quería entretenerse más adelante.
Caminó sin
importarle la pinta que tenía cada persona pues al fin y al cabo todos éramos
iguales y no había nada que temer en una imagen. Una voz la llamó y se giró
para darse cuenta de que se trataba de Rosa. Le alegró que se acordara de ella
y estuvieron juntas sentadas al lado de una fuente hablando sobre muchas cosas.
-La última vez
que te vi estabas en compañía de un hombre en su coche… ¿Por qué ya no estás
con él? ¿Es que te ha dejado? –le preguntó inocentemente.
-Cariño, yo
finjo enamorarme de los hombres para sobrevivir –Remedios asintió y sacó la
olvidada plastilina que tenía aún guardada en su bolsillo–. ¡Oh! ¿Me la dejas?
Quizás aún pueda moldear alguna figura como en los viejos tiempos –se la
entregó viéndola absorta en su tarea pero con dudas acerca de su último
comentario.
-¿Pero qué
pasaría si alguna vez te enamoraras? –quiso seguir insistiendo en el tema.
-Verás… Eso es
imposible para mí. Es mucho más importante el dinero en estos tiempos que
corren que cualquier otra cosa.
-¿Entonces tú
no crees en el amor?
-Una vez estuve
enamorada… –contestó sin entretenerse en su labor– y, créeme, que sólo basta
una vez para estarlo, las demás veces ya no es lo mismo: las mariposas en el
estómago, los nervios a flor de piel, tu alegría por las mañanas, el dar tu
vida por esa persona y que no te falte nunca… Son sentimientos que no vuelves a
experimentar igual, por eso las personas nunca pueden olvidar a su primer amor,
¿entiendes? Pero tampoco digo que una tenga que aferrarse en el recuerdo y
dejar pasar las oportunidades. Yo ya prefiero estar sola a vivir otro cuento de
hadas.
-Quizás tengas
razón…
Remedios
contempló los coches que pasaban y la gente que salían de sus casas para
trabajar, imaginándose de todo personaje sus vidas, un juego muy divertido para
ella que le ayudaba a entretenerse y olvidarse de sus penas. De repente, la voz
de Rosa la sorprendió ante una pregunta que le hizo:
-¿Alguna vez…
has perdido a algún ser querido?
Silencio. Una
imagen fugaz se apoderó de Remedios que la dejó atónita: un coche destrozado
con el brazo ensangrentado del conductor a la vista y la melodía de gritos que
daban una trama de suspense. El corazón se le encogió cuando sus pensamientos
iban siendo más claros en ver quién era la víctima pero la voz preocupante de
Rosa la despertó y todo eso desapareció dándole más preguntas sin respuestas.
Enojada, le dijo que estaba bien y que debía de regresar.
-Lo comprendo,
puedes irte ya. Me alegra que hayas querido compartir tu tiempo conmigo,
últimamente siempre me siento sola sin contar con nadie, sin ningún amigo o
familiar.
-Lo siento,
Rosa –me disculpé por mi comportamiento– sólo que no estoy pasando por un buen
momento y eso me tiene angustiada. Espero volver a verte algún día.
-Ojalá, pero me
iré lejos de aquí en cuanto consiga reunir más dinero y comenzar otra vida
nueva; ya estoy cansada de siempre lo mismo y es bueno cambiar de ambiente de
vez en cuando, ¿no crees? Sé que me costará pero valdrá la pena, lo sé.
-Entonces
espero que consigas lograrlo. ¡Ánimo! –y le sonrió y Rosa le devolvió la
sonrisa.
Después de la
despedida, Remedios recorrió el camino hacia su casa arrepentida por haberse
vuelto a escapar y esperó que no fuese tarde aún para reparar en su error. Sus
esperanzas fueron en vano al encontrarse con Angustias circular por los
alrededores y llamar ésta al señor Hugo.
-¡Ya se lo dije
yo señor Hugo! –le replicó ella atosigándole–. ¡Es un escándalo, un sin vivir!
No puede seguir manteniéndola con su comportamiento actual, esto tiene que
terminar. ¡Señor Hugo, entre en razón de una vez! Hay que llevarla allí cuanto
antes…
-¿Qué?...
¿Llevarme a dónde? –intervino Remedios asustada de sus palabras.
Angustias
siguió hablando pero nadie la escuchaba, fue cuestión de segundos cuando el
señor Hugo la mandó a callar para lograr un poco de tranquilidad y poder así
expresar su opinión. Sus ojos estaban depositados en los de Remedios con un
brillo especial que la inquietaba, se sentía perdida en esa escena donde estaba
sin saber su papel. Entonces, él cerró los ojos y, apretando el puño con
fuerza, dijo:
-Lo haré –fue todo
lo que le costó decir, y aunque Remedios no sabía muy bien a lo que se refería,
quedó destrozada ante su decisión, sin embargo pudo sentir el trabajo que le
había costado tomar aquella decisión por su expresión–. ¿Satisfecha, Angustias?
-Has hecho lo
mejor para tu familia y para ti.
El señor Hugo
se marchó sin decir nada. El viento empezó a soplar y las nubes se en
oscurecieron avisando un mal tiempo, que no tardó en ponerse a llover y
encerrada en su habitación, Remedios, contemplaba las gotas caer desde su
ventana mientras cantaba un canción para ahuyentar sus penas. Pensó en volverse
a escapar pero esta vez lo veía imposible por las medidas de seguridad que
habían adoptado.
No entendió por
qué recogían sus cosas al día siguiente, pero de lo que sí estaba segura es que
irían a aquél lugar. Por muchas veces
que quiso saberlo, no se atrevió a preguntar por temor, aparte de que estaba
todo el mundo muy ocupado. Antes de que se diese cuenta, el tiempo había volado
y ya la estaban esperando para subir al coche en un viaje en el que sólo iban
ella y el señor Hugo. Sentada en el asiento de atrás, observó los diferentes
sitios por los que pasaban que le fue memorables: el callejón de Felipe, el
vagabundo; el parque de Lucas, el payaso; y por último la gasolinera de Rosa,
la prostituta. Con cada uno de estos personajes había aprendido algo importante
para su vida, y esperó haberles ayudado ella también a pesar de su edad.
Pasaron cerca
de un edificio que le transmitió a Remedios un aura de tristeza al ver a las
personas mayores siendo ayudadas por otras. Le costaba imaginar cómo sería una
vida en aquél lugar tan sombrío pero, afortunadamente, aún le quedaba mucho
para ser mayor y a pesar de los bajones que había tenido aún se encontraba
llena de vitalidad y metas por alcanzar. Despertó de su sueño cuando el coche
aparcó y el señor Hugo avisó de su llegada. Remedios salió y no pudo entender
lo que veían sus ojos: habían parado su destino en aquél edificio.
-Avisaré a los
del servicio de nuestra llegada, sólo será un momento.
Estaba
demasiado sorprendida como para moverse, mirando a su alrededor las escenas que
la dejaban atónita y con el corazón acelerado sin saber qué hacer. Entonces, y
como una ficha de dominó que tira todas las piezas de una fila, fue recordando
su memoria encadenando unos recuerdos con otros hasta llegar a la dura realidad
que había estado evitando: ella no era quien creía ser, al menos la edad que
creía tener. Su comportamiento extrovertido, risueño e inocente de niña no eran
más que el de una anciana que seguía viviendo en ese papel de su pasado. ¿Pero
cómo había llegado hasta ese punto? El paso de la edad no era la única excusa
que recordaba, sino la conmoción que le produjo la muerte de su única hija en
un accidente de coche: Anabel. Su marido había muerto a una edad muy temprana
por enfermedad y su pequeña hija fue todo lo que tenía en este mundo. La crió
con gran amor para que tuviese un buen futuro y supo tener una buena vida
logrando un gran empleo y formando una familia… La familia del retrato que
tenía en su habitación Remedios: Hugo y las niñas, Sonia y Ana; que equivalía a
lo mismo a su yerno y a sus nietas. Desgraciadamente, un día recibió la noticia
de la muerte de Anabel por culpa de un conductor que iba bebido que chocó contra
ella. Después del funeral nada volvió a ser lo mismo. Ella se consumió en su
soledad hasta que perdió la cabeza refugiándose en un mundo donde no existiese
la maldad, donde todo fuese puro como el conocimiento de un niño, evitando el
dolor y viviendo de sonrisas e ilusiones. Éste era su fantástico engaño y del
que se sentía orgullosa, pues pudo volver a ser feliz y superar el trauma de la
muerte de Anabel.
Vio al señor
Hugo acercarse con un personal, y en el fondo de su corazón agradeció todo el
esfuerzo que hizo por encargarse de ella y comprendió lo duro que había sido
para él tomar la decisión de internarla en una residencia. Él la había acogido
en su casa al poco tiempo del accidente al ver que su estado mental requería
atención, por eso contrató a Angustias para que le ayudase también. Sin embargo
ella continuó igual o incluso pero para ellos.
Remedios
contempló sus ancianas manos por primera vez en mucho tiempo mientras
descargaban su equipaje. El resto de ancianos que había se quedaron mirando a
la nueva inquilina y sus ojos cayeron en tristeza al costarle asumir todo
aquello y fue, entonces, cuando salió corriendo con las pocas fuerzas que le
quedaban huyendo con lágrimas que caían por su arrugado rostro. El señor Hugo
la vio y fue tras ella llamándola una y otra vez. Viendo que era en vano evitar
el destino, y continuar más con su cuerpo, se tiró al suelo y allí se desahogó
de su dolor llorando y reclamando a Dios lo injusto que había sido con ella.
Junto a ella, él compartió su dolor en silencio hasta que pudo mejorarse un
poco y poder convencerla para regresar.
Fue instalada
en una habitación de la primera planta donde pudo descansar en la cama mientras
el señor Hugo le hacía compañía. Le leyó un libro de poesía de los que tanto le
gustaba, sin embrago paró al no verla muy atenta de la lectura.
-¿Estás
bien?... Siento todo esto, pero te irás acostumbrando.
-¿Y si no puedo
lograrlo? –se interesó ella dándole juego.
-Lo harás,
créeme. No es tan malo como lo pintan, aquí podrás conocer a mucha gente igual
que tú con otras experiencias de la vida. Y las enfermeras me han dicho que las
comidas están exquisitas, así que no te matarán de hambre. Yo vendré todos los
viernes a verte con las niñas, así que nunca estarás sola, recuerda que somos una
familia como ya te dije una vez.
-Te agradezco
todo lo que has hecho por mí, Hugo –le dijo cogiendo su mano y sonriendo–. Y
ojalá tus palabras sirvieran de algo… Si no te importa, me gustaría dormir una
siesta, así que puedes marcharte ya, yo estaré bien.
-Vendré a verte
por la tarde, que descanses bien.
La puerta se
cerró y Remedios quedó sola en la vacía habitación, cuyo único objeto personal
era el retrato de la familia que estaba en la mesilla. Lo cogió y leyó la
dedicatoria de nuevo: te queremos mucho
Remedios. Acto seguido, se levantó y se dirigió a la ventana para observar
las bellas vistas que daban fuera de la residencia; después miró a los pájaros
volar libremente y deseó ser uno de ellos para recorrer el mundo en busca de
aventuras y descubrir a más personajes interesantes que llegasen a su corazón.
Cerró los ojos, expulsando todos sus males, y al abrirlos se sintió liberada
llena de cosas positivas por las que soñar en la vida.
Cuando el señor Hugo regresó por la tarde a la
residencia, entró en la habitación para verla completamente vacía, con la
ventana abierta dejando correr una agradable brisa y el retrato familiar que
estaba colocado en el suelo. Se acercó para recogerlo y acercarlo a su pecho
con todo lo que significaba para él de alegrías y tristezas, contemplando el
cielo pesando en Remedios sin poder olvidarla nunca.
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