Llevaba días navegando sin ningún rumbo, perdido en
la vida. Posiblemente, sus conocidos le daban por muerto sin contar más
historias de él, entristeciéndole en el fondo. Pero no se arrepentía de la elección
de su viaje, una búsqueda necesaria que para él era desconocida. Allí, en el
mar, podía divagar en su mente y aprender de los errores que cometió,
formándose como persona. Anhelaba llegar a un estado de sabiduría que le satisficiera
el espíritu, dándole una razón y consuelo para su lugar en el mundo.
Amanecía cuando sus viejos ojos distinguieron a lo
lejos tierra firme. No era la primera vez que encontraba un lugar para parar,
pero cansándole su viaje decidió detenerse. Tiró el ancla, cogiendo después su
bolsa con algunas pertenecías y salió pisando la orilla. Caminó durante tiempo
por la fría arena, dudando hacia dónde se adentraba. Subió por una cuesta
mientras el viento cada vez era más fuerte. Finalmente, llegó a lo más alto
observando con admiración todo el paisaje. El largo y tormentoso camino había
valido la pena, aunque sólo le duró un par de minutos al ponerse el cielo de un
tono gris y cubrir todo las nubes. Podía haberse enfadado, sin embargo,
prefirió no estarlo valorando la experiencia y sonriendo.
Notando que empezaba a congelarse, decidió regresar
pero se dio cuenta que el terreno había desaparecido. Las nubes le rodeaban,
sin distinguir más suelo que el que pisaba. Ya, sin muchas opciones, se sentó
abriendo su bolsa y sacando para tocar su flauta. La melodía calmaba su corazón
sin pensar en el frío que le invadía, resultándole hasta acogedor el lugar de
su prisión. Abrió los ojos cuando se dio cuenta que el bello paisaje había
vuelto a aparecer, y, aunque el camino de regreso no, otro se había abierto con
nuevas aventuras que descubrir.
El marinero se perdió por esas tierras divinas,
abandonando su viaje por mar.
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