Prefacio
Sus lamentos se hacían cada vez más fuertes e insoportables en su
cabeza. Una sola voz más de sus víctimas y acabaría con su juicio. Quería salir
de allí, de su propia casa y todos los lujos, huir lejos donde nadie le
reconociese, esconderse en algún lugar olvidado para dejar de existir para cualquiera. No quería pensar más, no
quería enfrentarse a lo que el destino le había deparado. Tal vez, la respuesta
estaba en él como el causante de todo. Se miró al espejo odiando al hombre que
veía en él, un ambicioso, vanidoso y horrible en el que se había convertido.
Pero más odiaba al ser que le condujo a ello; aquél que apareció reflejado con
una extraña expresión por lo que hacía.
-Evan, ¿qué te
ocurre? –le preguntó desconcertado por su comportamiento.
Sucumbido por la situación y
el coraje, rió sin poder contenerse a carcajadas, liberando su ira con
violencia, destruyendo todo objeto que estaba a su alrededor. Finalizó con un
golpe en el espejo donde él se reflejaba. Hubiese dado lo que sea porque
desapareciera de este mundo y fuese una persona libre, nueva… pero no, él
seguía ahí presenciándole en silencio. Cuando apartó el puño, vio la sangre
correr con varios cortes de cristal en su piel. Era curioso como ni siquiera
aquello le producía un dolor superior al que sentía su corazón. Con lo que aún
le quedaba de fuerzas, tomó aire y le gritó:
-¡Soy el ser humano más
despreciable que hay! En mi mano tengo el poder de ser Dios pero mis acciones
están sometidas por ti, alguien que no valora a las personas ni las circunstancias.
Mírame, padrino… Soy el engendro que has creado en tu trabajo.
Capítulo I
El reloj marcó las doce de la noche, resonando el punzante ruido con
los gritos del parto aquél invierno de 1830. Jacob aún permanecía quieto
observando por la ventana las últimas gotas que resbalaban después de la
lluvia. Intentó no pensar más en la crítica situación en la que estaba, tan
sólo centrar su atención en la delicadas gotas para despejarse. Había pasado
por momentos difíciles en la vida, pero casi siempre había conseguido salir
victorioso de ellos. Esta vez era diferente. Hacía un año que la falta de
dinero empezó a ser en un grave problema para mantener a su familia. A pesar de
contar con la mano de siete de sus hijos mayores, trabajando horas diarias en
el campo, no era suficiente para los catorce miembros que eran en el hogar. Angustiado,
dio una leve vuelta alrededor hasta que apareció la matrona con rostro serio.
Jacob observó las manchas de sangre en su vestido y, antes de que hablase,
entró en el cuarto donde estaba su mujer. Allí la vio en la cama pálida,
sudorosa y respirando con dificultad, envuelta con las sábanas de sangre por la
cintura. Le miró y alzando su mano hacia él, pronunció su nombre con lágrimas
en los ojos dando su último aliento. Destrozado, acudió a ella abrazándola,
ignorando la cuna donde estaba el recién nacido llorando. Nada parecía existir
para él en ese momento.
La matrona le llamó unas
cuantas de veces hasta que volvió en sí, observando que tenía acurrucado al
bebé. Jacob se puso en pie y miró por primera vez a su decimotercero hijo. Un
sentimiento de odio se apoderó de él por haberle arrebatado a su mujer en el
parto, pero sabía que tenía que enfrentarse a lo que tenía en el presente.
El entierro fue al día
siguiente. Toda la familia estuvo velando y llorando alrededor de la tumba. Los
más pequeños eran consolados por sus hermanos mayores. Jacob, manteniendo en
sus brazos al recién nacido, rezó por el alma de su mujer en medio de una pelea
que se ocasionó por el hambre. Era una situación muy común y desesperante cada
día que ya había aprendido a controlar.
Decidió llamar al bebé con
el nombre de Evan, como su abuelo. Solía dejar al pequeño, en unas determinadas
horas cuando tenía hambre, en casa de una nodriza para que se ocupase de él
mientras atendía sus otras obligaciones en la granja. Sin embargo, contaban
todos con tantas necesidades que le fue resultando imposible la situación. Evadiendo
la realidad, se refugió en la bebida en los momentos a solas. Aquél dulce y
amargo sabor le hacían querer ahogarse en un río de ellos.
Sintiendo la necesidad de
dar un paseo una noche, agobiado en su hogar, cogió y se marchó después de
beberse una botella entera. Inconscientemente, caminó cantando canciones hasta la
tumba de su mujer, donde se tendió maldiciendo cosas y apenándose de su vida. Se
preguntó por qué Dios era tan injusto, repartiendo a las personas pobres y
ricas, si en el fondo todos pertenecían a su misma creación. Buscó la respuesta
mirando el cielo con desprecio, deseando que bajase de su mundo celestial y le
contestase. Jacob sabía que no podía mantener así por mucho tiempo a su
familia, sobretodo, al último por ser aún un bebé y quedarle algunos años hasta
que consiguiera trabajar en algo. Cualquier idea de deshacerse de él le
repugnaba al recordar la escena de su mujer cubierta de sangre en la cama. Ella
no había dado su vida para que fuese en vano y, horrorizado de todos sus
pensamientos y sin saber qué hacer, lloró desconsoladamente.
No pasó mucho tiempo, cuando
una voz le llamó poniéndole los pelos de punta. Miró arriba, secándose las
lágrimas, y pudo ver a un hombre joven a su lado.
-Hola, Jacob... –se
sorprendió que supiese su nombre ya que no le conocía de nada.
-¡¿Quién eres tú?! ¿Por qué
no te he visto o escuchado antes? –le preguntó desconcertado mientras se
levantaba con desequilibrio del suelo.
Observó que era un hombre alto,
de extraordinaria belleza e indumentaria fina negra. Tenía la tez pálida, una
melena rubia platinada y los ojos oscuros. Su ropa consistía en un atuendo
negro, con una capa puesta, y un elegante bastón donde apoyaba con tranquilidad
sus manos.
-No tienes nada que temer,
amigo mío –le dijo con una suave voz–. Hace poco has estado llorando, ¿no es
cierto? Imagino que debes de estar pasándolo mal y he venido a ayudarte.
-¡¿Ayudarme a mí dices?! ¡No
necesito la ayuda de alguien como tú! ¿Quién se supone que eres apareciendo
entre la oscuridad? –rió dándole vueltas la cabeza.
-Deberías de considerarte
afortunado por mi visita, lo que pienso hacer por ti es un privilegio que poco
me limito hacer –dijo manteniendo su compostura–. Dime, ¿qué daño puede hacerte
querer escucharme un rato? ¿Acaso tienes algo mejor que hacer que seguir
bebiendo sin consideración? Vamos, Jacob… –le sonrió invitándole a dar un
paseo, del que dudó por un instante, pero que finalmente accedió.
De alguna manera aquél
hombre misterioso le inquietaba. No sabía muy bien cuáles eran sus intenciones,
pero no quiso descartar la idea de saber más de él. Su aspecto, poco común,
causaría en cualquiera una gran fascinación de descifrar hasta el último de sus
secretos. Jacob caminaba mirándole de vez en cuando, examinando sus ojos tan
oscuros como la noche, intentando buscar en ellos una respuesta.
-He estado observándote
desde que vine aquí –habló el hombre llamando su atención–. La situación de tu
familia te tiene desesperado, imagino que no debe de ser fácil cuidar de tantos
miembros. Hace poco nació tu último hijo, ¿cierto? Es triste saber el destino
que le depara al haber nacido en un hogar tan pobre…
-¡Alto! ¿Qué es lo que
intentas decirme? –protestó, ignorando cómo sabía tanto de su estado–. Todos
mis hijos han nacido en las mismas circunstancias. ¿Por qué te interesa tanto
él?
-Porque yo puedo cambiar su
destino. He venido a ofrecerte una cosa: concédeme ser el padrino de tu hijo.
-¿Su padrino dices?
-Sí, Jacob. Yo cuidaré bien
de él, le daré riquezas y alcanzará la felicidad con mi ayuda. Piénsalo bien,
gozará de una vida llena de lujos y le daré todo lo que tú nunca podrás darle.
No dejes pasar esta gran oportunidad que le brindo.
-Todo lo que me dices está
bien… –pensó, deteniéndose, convenciéndole la idea–. Pero aún no me has dicho
quién eres. ¿Cómo te llamas?
-Pues verás, Jacob, soy
aquél que todo el mundo teme… Yo soy la Muerte.
-¡Ja! ¿La Muerte? –empezó a reírse,
inclinado más por los efectos de la bebida, ante tal presentación que le
resultó absurda–. ¡Venga ya! No me tomes el pelo y dime la verdad de una vez.
-Es cierto lo que te he
dicho y, si no me crees, te lo demostraré ahora mismo.
El hombre, con paso firme,
se puso a una distancia considerada de él y allí permaneció en silencio con una
postura de concentración. Jacob, a todo esto, pensó que se trataba de una broma
pero, cuando empezó a notar que una extraña aura le invadía, todo empezó a
cambiar en su concepción. Petrificado, observó cómo clavó su bastón en la
tierra, abriendo un agujero oscuro, que al elevarlo se convirtió en una
guadaña. Unas sombras empezaron a cubrirle mientras se movía, tenebrosamente,
en cada paso que daba. Alzando su arma, miró a Jacob con una maléfica sonrisa,
acercándose y cambiando su aspecto por el de una calavera.
-¿Y ahora me crees, amigo
mío?... ¿O quieres seguir viendo más?
-¡Basta por favor! ¡Para!
–le suplicó paralizado su cuerpo y lleno de terror.
En cuestión de segundos,
cayó al suelo donde permaneció con pavor, dándose cuenta que había vuelto a su
anterior rostro. Retomando el aliento, se armó de valor para decirle lo que
pensaba a pesar de haber visto quien era.
-¡Tú! ¡Maldito seas tú que
te llevaste a mi mujer! ¡¿Y me pides ser el padrino de mi hijo menor?! Será
mejor que te marches antes de que cometa una locura.
Su pulso le temblaba del
pánico que tenía, pero sabía que no era un hombre débil y podía enfrentarse con
valor a cualquiera, hasta la mismísima Muerte. Esperó a que le diese una
respuesta al mismo que expresaba su desaprobación en ofrecerle a su hijo como
ahijado. La Muerte,
mirándolo severamente, se dio la vuelta y dijo:
-Está bien, Jacob… Me iré
como deseas, pero has de saber que tu tiempo de vida no será tan largo como
imaginas. A mí nadie me humilla de esta manera.
Pudo sentir su rabia y fue
consciente de las consecuencias que implicarían si le dejaba marchar así. No
sabía cuándo moriría ni nunca le había preocupado saberlo, pero las palabras de
la Muerte le
habían confundido: o su tiempo de vida era poco o se vengaría acortándolo.
Pensó en sus hijos, en especial en Evan, qué sería de ellos si él les faltase
tan pronto. Le dolía imaginar el tipo de situaciones que tendrían, aún más
crítica que las actuales. Ellos no se merecían acabar así, nunca lo permitiría.
Conteniendo sus emociones, llamó a la
Muerte antes de que se fuera.
-¡Espera! –pudo ver su rostro
de satisfacción, disfrutando del momento de verle desesperado y presintiendo lo
que diría–. Creo que pensándolo bien, puede que acepte tu petición si me prometes
que cuidarás bien de mi hijo.
-Por supuesto, amigo mío. Ya
te dije que conmigo nada le faltará.
-Confío en tus palabras.
-¡Perfecto! Ahora
escúchame bien, Jacob, estaré por un tiempo ausente, tengo mucho trabajo que
hacer como comprenderás, pero a mi ahijado le cubriré siempre cualquier
necesidad que tenga. Será así hasta que llegue el gran día en que nos veamos. Mientras,
ocúpate de recibir lo que le mande como buen padrino que soy. ¡Ah! Y otra cosa
importante: no reveles mi identidad a nadie. Yo soy el que decide si quiero
hacerlo.
Jacob lo entendió sin
problemas, aceptando las condiciones propuestas. No quiso revelarle cuándo
sería ese momento, así que tuvo que quedarse con la intriga. La parte
fundamental e importante ya estaba resulta en que a su hijo no le faltaría
nada, por lo menos estaba tranquilo en ese aspecto. La Muerte se despidió de él, y
antes de que pudiese darse cuenta, había desaparecido.
Aturdido y cansado,
llegó a su casa interrumpiendo la conversación de tres de sus hijos.
Preocupados al verle, le preguntaron si estaba bien, a lo que él respondió que
sí para relajarlos. Caminó en silencio hasta llegar a la cuna donde estaba
Evan, durmiendo plácidamente. Su padre lo acarició en el momento en el que
abría sus ojos, despertando del sueño y llevándose una de sus manitas a la
boca. Sin dejar de pensar en lo ocurrido, cogió a su pequeño hijo en brazos y
besó su frente, esperando no haber cometido nada malo contra él y que si fuese
así algún día le perdonase.
Esto es una pequeña parte del cuento de los hermanos Grimm versionado a novela gótica por mí.
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